Entre los incontables tesoros que la Ciudad de los Reyes alberga desde hace sus casi cinco siglos, uno de éstos brilla como un diamante que refleja la luz del sol. Se trata de la señorita Isabel Flores Oliva, más conocida como Santa Rosa de Lima.
El 18 de enero de 1535, Francisco Pizarro fundó la ciudad de Lima (o Ciudad de los Reyes). Cincuenta y un años después, siendo Virrey Don Fernando Torres y Portugal Conde de Villadompardo, nacía el 30 de abril la que sería la primera santa canonizada de las Indias Occidentales. Este año hemos celebrado el 404 aniversario de muerte de nuestra santa limeña.
Su Vocación
«Siendo la bendita Rosa de Santa María de cinco años, un hermano suyo, mayor que ella, la ensució los cabellos, que eran muy rubios y como llorase de verse así, el hermano la dijo: “Si lloras por los cabellos, has de saber que por esos cabellos hay muchas almas en el infierno”. Pensó estas razones y cobró tal temor de Dios, que propuso de nunca jamás ofenderle mortalmente, y así teniendo un alto conocimiento de Dios, originado de este amor, empezó a tener oración vocal. […] Y en esta edad hizo voto de virginidad, y para poderla guardar empezó a hacer menosprecio de las cosas del mundo». (P. Pedro de Loayza, O.P. [Confesor de la Santa] Vida de santa Rosa de Lima, 1996, p. 11).
Llama la atención las palabras del hermano y la reacción de su hermana menor. Un niño con la capacidad de reconocer que el apego a las frivolidades mundanas puede muy bien ser ocasión de condenación eterna tenía, por lo menos, una recta formación católica. Pero eso no es todo, porque un niño comúnmente tiene presente lo que ve, escucha y practica. Detrás de sus palabras, pareciera haber conocimiento de la vida eterna como premio o castigo, del infierno como algo realmente malo, de la responsabilidad con la propia salvación y con la de muchas otras almas.
Y, Rosa, una niña de cinco años capaz de comprender que hay que amar y agradar a Dios antes que a los hombres; capaz de dar un giro, en su tierna edad, que la convertiría en gran mística y santa, tiene mucho que enseñar a los pseudocatólicos de hoy que, para estar bien con el mundo, sacrifican las verdades y exigencias inherentes de la vida de un creyente cabal.
Hoy vivimos en sociedades que han arrebatado a Dios y a todo lo que a Él se refiere de las esferas públicas y cotidianas de nuestro alrededor. Pero, en su época, el orden cristiano latía vivo en las Españas de ultramar, con sus conventos y monjes, sus iglesias barrocas, sus procesiones y fiestas patronales, con un reloj semanal cuyo mediodía era la celebración de la Santa Misa —la de siempre, no la inventada para que corresponda «bien con el temperamento del hombre moderno» (ref. al Cardenal Montini en Ralph M. Wiltgen, S.V.D., El Rin desemboca en el Tíber Madrid: Criterio Libros, 1999, p. 32).
Sobre sus ayunos
«Desde seis o siete años empezó a ayunar, y ayunó miércoles, viernes y sábados a pan y agua, en particular desde que tuvo diez años» (P. Pedro de Loayza, O.P., ob. cit., p. 15). La práctica del ayuno siempre fue recomendada en la Iglesia para frenar el desorden de las pasiones, purgar los propios pecados, padecer por la conversión de los pecadores y adherirse a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Empero, la contemporización de la Iglesia con el mundo desde las últimas décadas no ha hecho otra cosa que aplanar y facilitar la «vida cristiana» al gusto del hombre moderno. Así, vemos cómo el obispo Johannes Pohlschneider ―en la primera sesión del Concilio Vaticano II― sostenía que se restringiese el ayuno cuaresmal alegando «dos razones: una, que generalmente el hombre moderno no observaba la ley «a causa de lo vertiginoso de la vida moderna y el estrés generalizado», y otra, «que muchos obispos y sacerdotes se dispensaban a sí mismos del ayuno porque les privaba del vigor necesario para cumplir sus extensos deberes pastorales». (Ralph M. Wiltgen, S.V.D., ob. cit., p. 52).
Curiosamente, el obispo Pohlschneider consideraba que si los obispos y sacerdotes no ayunan «difícilmente puede esperarse que lo hagan los fieles». Habría que recordarle que san Juan Bosco y san Juan María Vianney no dejaron de gastarse y desgastarse en sus deberes pastorales por sus continuos ayunos. En cuanto a los laicos, nuestra santa limeña nos enseña que el ayuno sigue siendo un medio eficaz de crecer en virtud y caridad hacia Dios y al prójimo.
Obediencia a los Mandamientos
Cuentan que una vez, habiendo decidido tomar el hábito de Santa Clara se vio enfrentada a la rotunda negativa de su madre pues dependía de las labores de su hija para el sustento de la casa, además de su compañía. Resoluta, salió hacia el cenobio y pasando por el Convento de Santo Domingo entró en la capilla para pedir a la Virgen su bendición. «Y puesta en oración, queriéndose levantar muchas veces para ir al monasterio a tomar el Hábito, no pudo, hallando todo su cuerpo yerto que parecía que estaba clavada en el suelo. […] y viendo que no podía (levantarse), echó de ver que no era la voluntad de Dios que tomase el Hábito. Dijo a la imagen: “Yo prometo, Señora mía, de volver a mi casa y de servir a mi madre”. Y diciendo esto se halló suelta y se volvió a su casa». (P. Pedro de Loayza, O.P., ob. cit., p. 33-34). Impacta la obediencia de esta hija que, como todos los bienaventurados, no tomó a la ligera el imperativo de cumplir los Mandamientos de Dios.
Campo de Batalla
Poco tiempo antes de morir, Jesucristo se le apareció y le dijo: «Sepan todos que tras los trabajos viene la gracia y que sin trabajos no hay Gracia, y que para haber Gracia y que se aumente, son menester muchos trabajos y desengaños. Y desengáñense todos que ésta es la escala del cielo y no hay otra ninguna». (P. Pedro de Loayza, O.P., ob. cit., p. 60).
No hay lugar para el buenismo y el pacifismo en la vida del católico. No vivimos para pasar bien y despreocupadamente en el tiempo que la Divina Providencia nos permite estar en este mundo. Como hijos de la cultura del confort solemos olvidarnos que «en la tierra, la vida del hombre es milicia» (Job 1, 7). Y que «sin cruz no hay gloria ninguna, ni con cruz eterno llanto; santidad y cruz es una, no hay cruz que no tenga santo, ni santo sin cruz alguna» (Lope de Vega).
Finalmente, conmueve la semejanza entre la vida de Santa Rosa y la de Santa Catalina de Siena, a quien la primera tomó como Madre. Aunque una se inspirara en la otra, hubo muchas coincidencias ajenas a la sola voluntad humana. Rosa nació un 30 de abril, festividad de Santa Catalina de Siena. Ambas, a los cinco años, dieron ya señales de una piedad madura para sus edades; ambas hicieron voto de virginidad; ambas llegaron a la intimidad con Nuestro Señor por medio de una vida de constante y fervorosa oración; fueron místicas; tomaron el hábito de la Orden Tercera de los dominicos; ejercieron ayunos severos y se mantuvieron solamente de la Santa Eucaristía; recibieron el honor de hacer su desposorio con Jesucristo; se dedicaron a servir a los pobres y enfermos; padecieron enfermedades; tuvieron madres que les obstaculizaron en su empeño por servir al Divino Esposo; murieron casi a la misma edad: la santa de Siena con 33 años y la santa de Lima con 31.
Pareciera que Nuestro Señor Jesucristo, Rey de reyes, hubiera querido servirse de ambas para dejar al descubierto que el orden cristiano vivido por Catalina 239 años antes del nacimiento de Rosa, y en territorio de la península itálica, era el mismo que fue llevado a las Indias Occidentales por los españoles que aún custodiaban con fidelidad la Cristiandad.
Marina Macintyre, Margaritas Hispánicas.