
En la comedia francesa de los años 90, titulada Les Visiteurs, se da una hermosa escena digna de admirar, que ofrece interesantes elementos sobre los que pensar. El argumento de la película es sencillo: dos hombres de la Edad Media son trasladados en el tiempo a la Francia de finales del Siglo XX. Es imaginable el desconcierto que experimentan estos pobres intrusos. De pronto, se encuentran en un lugar inhóspito, radicalmente desconocido y hostil a su concepción del mundo. Se ven sumergidos en un universo en el que objetos de cuatro ruedas circulan por un asfalto que ha sustituido a los caminos del bosque; trastos pesados vuelan por el cielo, transportando a personas en ellos e, incluso, la Igualdad se aprecia como un bien superior al Honor.
Sin embargo, en todo este caos, uno de nuestros personajes protagoniza una escena entrañable, probablemente sin ninguna intención por parte del director. En efecto, montado a caballo, atisba a lo lejos una Iglesia y se apresura sin tiempo que perder al único lugar que reconoce en esta extraña época. Así, corre al galope en su corcel y embiste la puerta de la Iglesia al grito de ¡Asilo!, a la vez que se arrodilla en frente del sacerdote, pidiéndole auxilio ante esta situación tan infernal que está viviendo.
Opino que este episodio contiene una gran riqueza. En primer lugar, cabe observar cómo solamente en la Iglesia encuentra algo reconocible, que ha permanecido inmutable ante el transcurso del tiempo que dista a nuestro personaje respecto del Siglo XX. Los medios de transporte han cambiado, las vestimentas no se reconocen, el trato entre las personas es distinto. Sin embargo, el único bastión imperecedero, invariable, que ofrece unas garantías de continuidad y estabilidad frente al inexorable paso del tiempo, es la Iglesia. Es la misma idea que tan elegantemente plasmó Don Rafael Gambra: un europeo del Siglo XVI que renaciera en nuestros días, sólo en la Iglesia podría reconocer su mundo, los valores y las formas que respetó y amó, el sentido de la existencia: todo lo demás del horizonte humano le resultaría tan ajeno y desconocido como la superficie del planeta Marte. Es como si para la Iglesia no hubiera pasado el tiempo, desafiando así al cambio y a las alteraciones que sufren otras instituciones.
No obstante, y sin contradecir lo anteriormente dicho, surge necesariamente una pregunta: una vez nuestro personaje pase la puerta de la Iglesia, ¿realmente reconocería dentro de ese templo la misma Fe en la que ha sido formado? Es una pregunta legítima. Es legítima porque la Misa a la que quiera asistir en esta época será en una lengua que desconoce; es legítima porque observará que los sacerdotes visten como seglares, siendo incapaz de diferenciarlos; es legítima porque solo reconocería como templos los que tuvieran una considerable antigüedad, resultándole inaceptable unas bajeras antiestéticas y frías como lugar donde adorar a Dios; es legítima, en fin, porque observaría con sus propios ojos lo que el mismo Gambra llama la juglarización de la fe, que es, en definitiva, el abandono de la Tradición que hace recognoscible a la Iglesia frente a las novedades y transformaciones que ofrece el Mundo.
Antonio de Jaso, Navarra