***Tras haber publicado diariamente a lo largo de todo el mes el artículo del profesor Juan Fernando Segovia dividido en 30 puntos, lo reproducimos ahora íntegramente****.
1. Todos conocemos la Encíclica de Pío XI, Quas primas, de 1925, sobre la realeza social de Cristo.
Diría que es una concreción de su primera encíclica, Ubi arcano, de 1922, sobre la paz de Cristo en el Reino de Dios; y también una continuación del programa de San Pío X y de Benedicto XV de todo instaurarlo en Cristo. Y en verdad, la Quas Primas comienza (núm. 1) recordando lo dicho en la Ubi Arcano: la manera de restaurar el reinado de Jesucristo es reconocer su realeza (núm. 2) y esto se alcanza especialmente por el culto litúrgico de Cristo Rey (núm. 3).
2. La mayor trascendencia de la Quas primas en el magisterio de Pío XI es muy simple: la Quadragesimo Anno de 1931 renueva la enseñanza de un orden social justo en un mundo conmocionado por la injusticia, y la Divini Redemptoris de 1937 condena al sistema comunista como el más abominable régimen injusto. A diferencia de éstas, la Quas Primas establece el primer principio y la causa primordial del orden político y social católico. Por eso, estimo, es el más importante documento del magisterio católico del siglo XX.
3. Hay a mi juicio un punto capital en la Quas primas, no siempre recordado: el reinado de NSJC es un dogma de fe.
En un sentido metafórico (ut translata verbi) se dice que Cristo es Rey de la inteligencia, de la voluntad y de los corazones de los hombres, pues Él es la Verdad misma y la caridad en grado eminente. Pío XI nos invita a pasar de este sentido a otro más real, al sentido propio (propria quidem verbi signficatione) porque la Realeza de Cristo no es metafórica, no es una licencia literaria, no es una designación poética trasladada, tomada, de otra realidad (como la esposa que dice al esposo: «eres mi rey») sino una verdad dogmática (núm. 4).
Pío XI prueba que se trata de un dogma de fe recurriendo a la Sagrada Escritura: tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo, llaman y reconocen al Mesías, el Cristo, Rey de reyes, Señor de señores, Príncipe poseedor de toda potestad y todo reino (núm. 5). No es una forma decir, no es una figura literaria sin correlato real, no es una afirmación de tiempos pasados o de épocas obscuras. Cristo Rey es una verdad de fe, que en todo tiempo ha sido dicha porque ha sido creída desde que fuese revelada.
4. Por eso, proclamamos que, luego de ascender a los cielos, Jesucristo está sentado a la derecha del Padre (lo confesamos en el Credo: sedet ad dexteram Patris, y lo leemos en Mc. 16, 19), que significa que Él reina y juzga, pues estar sentado a la diestra del Padre es lo mismo que «compartir junto con el Padre la gloria de la divinidad, la bienaventuranza, y la potestad judicial; y esto perpetuamente y como rey», según enseña Santo Tomás de Aquino (S. th., III, q. 58, a. 1 resp; a. 2 resp).
5. ¿Qué significa «ser Rey»?
La realeza, que es una forma de dominio, de señorío, comporta necesariamente el poder del rey. Cuando estudia el significado de Dominis dominorum, que el Seudo Dionisio atribuye a Dios como nombre propio, Santo Tomás de Aquino apunta tres cualidades de esta dominación: primero, la superioridad en grado o suprema jerarquía; segundo, la abundancia y la excelencia de los bienes que el Dominus trasmite; y finalmente, la potestas, el poder por el cual el Dominus conserva y refrena, perfecciona, a los súbditos (Expositio Super Dyonisium De Divinis Nominibus, c. 12, lect. Única).
Diríamos, con otros términos: la majestad, la excelencia del bien común y la perfección de vida que ofrece.
6. Pío XI ha expuesto hasta aquí una doctrina que, por tradicional, no sólo es imperecedera, es también una enseñanza que todo católico aceptaría sin discusión: Cristo reina espiritualmente sobre todo hombre, lo gobierna en su corazón y en la plenitud de su vida; y lo hace por medio de su Iglesia, de la que es cabeza y sumo sacerdote.
7. Pero el Pontífice añade, de inmediato, otra dimensión del Reino de Cristo. Lo dice con estas palabras:
«incurriría en grave error el que negase a la humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las cosas sociales y políticas del hombre, ya que Cristo como hombre ha recibido del Padre un derecho absoluto sobre toda la creación, de tal manera que toda ella está sometida a su voluntad» (núm. 8).
Esta afirmación es capital: la potestad regia de Nuestro Señor se extiende a todo negocio temporal de los hombres, a todas las cosas de la vida civil. Es la distinción clásica entre lo espiritual y lo temporal, que se traslada de inmediato a la distinción entre lo eclesial/divino/religioso y lo civil/temporal/secular.
Distinción no es separación. El Papa –a diferencia de los protestantes– distingue los reinos sin separarlos, somete ambos a un mismo y único Rey, de modo tal que, aunque diferenciados, los dos caen bajo el dominio del mismo Señor y Rey, Jesucristo.
8. La conclusión es evidente: el reino de lo espiritual se extiende al reino de lo temporal, porque quien tiene toda potestad no roba nada ni a nadie, como reza el Himno Credulis Herodes Deum que trascribe el Pontífice, «no arrebata el reino temporal el que da el reino celestial». Pero a renglón seguido viene otra afirmación del Pío XI que puede causar asombro:
«Sin embargo, mientras vivió en la tierra, Cristo se abstuvo totalmente del ejercicio de este poder, y así como entonces despreció la posesión y la administración de los humanos, así también permite y sigue permitiendo el uso de éstos a sus poseedores» (núm. 8).
9. Me pregunto. ¿Cómo es que Cristo permitió que los hombres siguieran gobernando las cosas civiles? ¿Cómo es que Cristo Rey todopoderoso deja en otras manos la determinación de los asuntos políticos? En materia espiritual, que hace al fin último del hombre, Cristo gobierna por sí como cabeza de su Iglesia, a nadie ha encomendado (sino a Pedro, los apóstoles y sus herederos) la salvación de las almas, la administración de la gracia santificante.
Se trata del «fin» al que se ordenan todos los otros aspectos de la vida humana como «medios». Es, si se permite la expresión, «el fin final», por eso se dice último, porque todos los otros tienden a él.
10. Sabemos que Dios gobierna cada cosa según la naturaleza que Él mismo le ha dado al crearla, y a los hombres nos ha hecho racionales y consiguientemente libres; somos por tanto dueños de nuestros actos, podemos «ser causa».
Esta particularidad del ser humano permite que conozcamos a Dios y creamos en su Iglesia; y que libremente dispongamos de las cosas humanas que son medios para el fin, lo que quiere decir que en el gobierno de las materias terrenales los hombres hemos de regirnos acatando la Realeza de Cristo y ordenando tales materias al Rey que es fin y jefe nuestro, a quien rendiremos cuentas. El orden de las cosas temporales es regido por una causa creada (el hombre), dependiente del orden de la Causa Primera, y se extiende a todas las cosas que son alcanzadas por esta causa (Suma contra Gentiles, III, 98).
11. Gobernando por medio de los hombres –causas segundas–, Cristo rige las cosas temporales, y las rige todas, ya las privadas o individuales, ya las públicas o sociales y políticas; ya los individuos, las familias y los grupos sociales, ya las naciones, los pueblos, los reinos o las repúblicas.
¿Cómo podrá un gobernante –causa segunda– procurar el bien común sin someterse a la Causa Primera, a Cristo Rey, Bien Común por excelencia? Conclusión: dice Pío XI que la autoridad temporal será estable y el derecho humano firme y respetado cuando el gobernante secular reconozca y afirme su dependencia de Cristo Rey (núm. 8); cuando la ley humana se funde en la ley natural divina.
12. Hay dos analogías muy católicas que lo dicen: el rey temporal (todo gobernante civil) es ministro de Cristo Rey (De Regimine Principum, I, 8: rex autem, populum gubernando, minister Dei est). Podría aducirse, además, que siendo la autoridad temporal una especie de padre, toda paternidad, en el cielo y en la tierra, procede de Dios (Ef. 3, 15).
Y hay, también, dos modos católicos de desconocer esto: la hierocracia y el comunitarismo.
13. En la doctrina política de la Iglesia no hay lugar a la hierocracia, al gobierno sacerdotal. No valen aquí las analogías o metáforas (el sol y la luna, el alma y el cuerpo) salvo como tales, metáforas nada más. Tampoco valen ciertas interpretaciones de la doctrina de las dos espadas (como que las dos las tiene el Papa de Cristo) ni la pretensión de que la comunidad política sea un cuerpo dentro de la Iglesia.
De aquí se sigue que son antinaturales esas formas de comunitarismo en las que se separa el rebaño para que manden los curas. No ha de extrañar que el comunitarismo favorezca la hierocracia, por eso los hierócratas procuran formas de comunitarismo: sólo así pueden gobernar.
Y sabemos por San Pablo (I Cor. 5, 10) que si tuviéramos prohibido el trato con todo pecador no podríamos vivir en el mundo, deberíamos salir de él (debueratis de hoc mundo exisse). Pero no es lo ordenado por el Rey.
14. Quisiera insistir en este punto. Hierocracia y comunitarismo son formas clericales que condicionan la realeza de Jesucristo. En la hierocracia, porque Cristo no es verdaderamente Rey sino cuando los sacerdotes gobiernan la comunidad política. En el comunitarismo, porque la idea de un castillo católico de ciudadanos exclusivamente católicos, importa excluir el tiempo de la vida política y excluir a Jesucristo como Rey temporal.
Los comunitaristas ven el tiempo («este tiempo») como un enemigo que nos causa males y nos promete otros mayores; detenerlo o abandonarlo es la tentación: salir del tiempo y aislarse en una ciudad en el que el tiempo humano ya no sea gravitante. Y los hierócratas sólo parecen aceptar el tiempo sagrado, no secular, un tiempo en el que únicamente reina Dios sin sus ministros civiles. Pero ese tiempo divino no es sino el tiempo de los curas.
15. A estas doctrinas hay que imputar, primero, un grave error metafísico: la comunidad política se corresponde a la naturaleza del hombre, no es un accidente de la Iglesia sino del ser humano.
Esa naturalidad de la comunidad política y sus autoridades, vista desde el dogma de Cristo Rey, adquiere una nueva resonancia. La realeza de la política –a través del orden de las cosas creadas– está unida a la «realeza» de Cristo, Creador de las cosas y Ordenador de ellas, pues participa de ella; está determinada, por lo mismo, por Su Realeza (Danilo Castellano, «La política cristiana: teoría y práctica», Verbo, Madrid, núm. 417-418, 2003, págs. 639- 647).
16. Todas las causas de la comunidad política concurren a esta conclusión.
Realeza de la política por orden a las causas eficiente y formal, porque todo poder viene de Dios, como enseña el Apóstol (Rom. 13); y el poder de gobierno temporal es por participación de la potestas divina que rige el universo creado.
Realeza de la política por orden de la causa ejemplar, ya que el gobierno de la comunidad política emula, debe emular, imitar, el gobierno que tiene Dios del universo (De Reg. Pr., I, 13).
Realeza además por orden al fin: el bien humano conforme a su naturaleza, que en tanto bueno es común, y que por ser del hombre es de todos los hombres. Bien común temporal ordenado al bien común sobrenatural, porque es bien en función del bien último del hombre, la bienaventuranza, que no depende de la comunidad política sino de la Iglesia (De Reg. Pr., I, 14).
17. Comunitaristas e hierócratas olvidan que el bien humano no puede alcanzarse sin el bien político, sin la comunidad política; que ese bien no puede ser alcanzado por sociedades menores a ella (como quiere el comunitarismo), ni por la negación de la especificidad de la política (como quiere la hierocracia).
Recordemos la doctrina tomista: a todo hombre (laico o religioso) le es necesaria la vida social para alcanzar la perfección, porque sólo el perfecto puede vivir en soledad (S. th., II, II, q. 188, a. 8 resp.).
18. La fiesta de Cristo Rey, esperaba Pío XI, sería la medicina de los males de nuestro siglo. Por eso, al final del año santo, coronándolo, consagra el último domingo de octubre a la celebración de esta Fiesta (núm. 16).
La Fiesta de Cristo Rey vendría a reparar la apostasía pública que resulta del laicismo. Tiene en mente Pío XI que Cristo es «Rey de toda la humanidad» (núm. 15), por lo que dispone el culto sea igualmente universal, no metafórica sino verdadera y actualmente: al Rey del Universo debe reconocer todo el universo. Y entonces escribe:
«Porque cuanto mayor es el indigno silencio con que se calla el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y defensa de los derechos de su real dignidad y poder» (núm. 13).
19. Había esperado Pío XI que la Fiesta de Cristo Rey se convirtiera en la proclamación universal de la dignidad regia y la majestad suprema del Verbo, rompiendo el silencio de los indiferentes y quebrando las injurias de los apóstatas, doblando el brazo a los soberbios soberanos temporales y animando a los católicos apocados. Pero, ¿qué pasa si, al desprecio de los poderes públicos, sigue el desmayo de los católicos?, ¿qué ocurre si su Iglesia abandona al Rey o lo olvida?
Las autoridades de la Iglesia no sólo han convertido la festividad de Cristo Rey en una ceremonia más, moviendo la fecha de su celebración y cambiando los textos de la Misa. Además, han silenciado que Cristo es Rey. En el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, redactado bajo Juan Pablo II en el año 2004, no se menciona si quiera una vez la Realeza de Jesucristo ni se cita la encíclica Quas Primas.
20. Causa olvidada, causa traicionada. Hoy nuestro Rey pareciera no tener soldados. ¿Es que ya no nos gloriamos «de militar bajo los estandartes de Cristo Rey»? ¿Es que no esperamos «que podamos con Él reinar por siempre en los cielos»? («Oración Postcomunión» de la Misa de Cristo Rey instituida por Pío XI, y quitados en el Misal de Pablo VI).
Un caso es el de los pusilánimes que defeccionan de la lucha. Un ejército que no combate es un rebaño de traidores. Nos gana la prudencia de la carne. ¿Qué pena recibe el desertor según las leyes humanas? ¿Qué castigo recibirá según las leyes de Dios? Son los católicos cobardes.
21. A más de los cobardes están los que creen que Cristo es Rey a medias o en porciones. Son los católicos que combaten cuando el tema les conviene: unos lo hacen contra el aborto, otros por la enseñanza católica; aquellos por la familia, estos por su capilla, los de más allá por su corporación, etc. Ya no hay un reinado universal. Es el oportunismo católico.
22. Están aquellos que creen que la realeza está desacomodada a los tiempos que corren, que pudo haber sido un problema de Pilato, o una pretensión de David, pero que ya no lo es, por lo que resulta imprudente reunir voluntades bajo la bandera de Cristo Rey, porque carece de atractivo al hombre contemporáneo y hay que acomodarse, a lo que los hombres hoy quieren, allanarse a la democracia, a la libertad de religión.
Que es como decir que los dogmas evolucionan y su contenido varía en la historia, lo que repugna a la «eternidad» y la «universalidad» de la realeza de Cristo. Son los católicos liberales y progresistas.
23. Otros han entendido que la realeza de Cristo se manifiesta en el reinado del hombre, porque, a fuerza de imponer la tesis personalista según la cual la persona humana es el fin último de todo lo existente, acaban concluyendo, como hace Le Guillou, que el Reinado de Nuestro Señor se ha convertido en manifestación de la obra del hombre (Marie-Joseph Le Guillou, Le visage du Ressuscité, Saint Maur, Parole et Silence, 2012). Es la creencia de los católicos humanistas.
24. Hay finalmente católicos que se refugian en un Cristo Rey ultramundano, porque su Reino no es de este mundo, es un reino allende el tiempo, Reino cosmológico, si se quiere también mesiánico, parusíaco, esperado, no actual. Es el Reino prometido del fin de los tiempos cuando el Mesías en su segunda venida haya juzgado a hombres y naciones (Ap. 11, 15).
25. Sí, así será; pero no solamente entonces, como si la realeza del Verbo fuera condicional o estuviera en suspenso; es también el Reino actual, desconocido por los ateos y combatido por los apóstatas, pero siempre establecido en su Iglesia. Es el Reino eterno que se reza en el Salmo 144, 13: Tu reino es reino de todos los siglos, y tu señorío de generación en generación.
Aquel reino mesiánico, por lo tanto, está desarrollándose, ya es, aunque no veamos al Señor reinar sobre todas las cosas todavía (Heb. 2, 8); pero cuando El Señor vuelva en gloria y majestad sucederá su acabamiento, hasta su culminación, y, como dice Isaías 33, 17: se verá al Rey en su esplendor.
26. Volvamos a San Pablo. No debemos huir del mundo, estamos en él. Lo que No tenemos que hacer es homenajearlo, servirlo. Es una gran paradoja de la vida católica (Etienne Gilson, «L’intelligence au service de Christ-Roi», en Christianisme et philosophie, París, Vrin, 1949, págs. 142 y ss.).
Sabemos que el mundo está condenado, porque es la negación de la gracia. El mundo separa naturaleza y Dios. Es el naturalismo, que daña nuestra inteligencia y mella nuestra voluntad.
27. Nuestra obligación por excelencia es conocer y amar a Dios, así alcanzaremos la salvación. Lo dice el Catecismo. Pero debemos hacerlo usando de la naturaleza intelectual que Dios nos ha dado, y que se fortalece y perfecciona por la gracia.
Porque la Iglesia no desprecia la naturaleza, no desespera de ella como los protestantes. La gracia, que nos repara y eleva de nuestra condición hasta la vida divina misma, se apoya en la naturaleza, inhiere en la naturaleza.
28. Es así como la inteligencia se pone al servicio de Cristo Rey, cualquiera sea el lugar que ocupa el católico y la tarea que tenga.
En otras palabras: abramos la inteligencia a la Esposa de Cristo, la Iglesia, a quien el Esposo ha embellecido de las mejores alhajas y enriquecido con su propio tesoro inagotable de Verdad.
No cometamos el error, hoy tan difundido, de desdeñar la enseñanza de la Iglesia porque entendemos que el Papa es malo o porque sabemos que el Vaticano II es un saco de errores.
Volvamos a la tradición.
29. Conclusión brevísima: en el tiempo, nosotros los hombres, causas segundas, debemos hacer reinar a Cristo.
Nuestro lema debería ser: «Haz lo tuyo. Hazlo Rey. Haz que Él reine.»
30. Advertencia final: no cometamos el error, nosotros tradicionalistas, de poner la Hispanidad antes de Cristo Rey. De pensar que la Hispanidad agota y consuma el reino de Cristo.
No tomemos el medio por el fin. La Hispanidad es un medio excelente, además de ser nuestro medio, del que disponemos. Pero la causa de la Hispanidad sólo tiene valor de «servicio», servicio a la causa de Cristo Rey.
Cristo Rey no tiene sucedáneos.
Juan Fernando Segovia, Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II