Del naturalismo en el derecho (II)

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***Publicamos la segunda parte del artículo de nuestra hemeroteca.***

Notemos de paso que aun las condiciones que han de ofrecernos los demás seres de la creación están en cierto modo sujetas a la influencia de la voluntad del hombre, porque éste puede, abusando de su libre actividad, impedir que se realicen. Tal sucede, por ejemplo, para no salir de los ya mencionados, cuando un malhechor, atando fuertemente la boca al infeliz que cae en sus manos, le priva de la respiración. De aquí nace la grande extensión del Derecho.

Pero dejando esto aparte, hagámonos cargo de que la idea que de él hemos dado presupone otras cuatro: 1º, hombres en relación, es decir, sociedad; 2º, libre actividad en el hombre, puesto que puede dar o negar a otro las condiciones que necesita; 3º, deber de prestar estas condiciones atendiendo a las leyes de su naturaleza racional; 4°, un fin a cuyo cumplimiento le dirijan estas leyes.

 Podemos, por lo tanto, deducir de esta idea del Derecho que el hombre es un ser social, libre y moral, es decir, que se propone un objeto con sus acciones, objeto que no debe ser otro sino la conformidad de ellas al orden universal: la realización del bien. Tal es el verdadero destino del hombre sobre la tierra; la práctica del bien: máxima sublime, preconizada por nuestras creencias, única doctrina que eleva justamente la dignidad de la naturaleza humana: verdad cuya evidencia se revelaba aun en medio de las tinieblas del paganismo a las inteligencias privilegiadas, dictando los graves principios de Zenón, inspirando los sentenciosos enigmas de Pitágoras, presidiendo los sólidos raciocinios de Sócrates y encendiendo en los labios de Platón la elocuencia entusiasta de un espíritu que tiende su vuelo a las regiones de lo infinito.

Una vez averiguada la regla de acción a que debe sujetarse el hombre, no podemos dudar de que, siguiéndola, alcanzará la perfección de que es susceptible, porque todo ser la consigue obedeciendo a las leyes de la naturaleza. Veamos, pues, cuál es esta perfección, este bien supremo, este fin último a que debemos aspirar.

La noción misma de la perfección nos indica que esta consiste para todo ser, en que sus facultades esenciales obtengan plenamente el objeto a que tienden; porque en otro caso le faltaría, para poder decirse perfecto, la distancia que aún pudieran aquellas recorrer: Ubi minus est perfectum dici, non potest, afirmaremos con San Jerónimo. Y siendo así que nuestra voluntad busca un bien sobre todo bien, nuestra inteligencia una verdad sobre toda verdad, y nuestra sensibilidad una belleza sobre toda belleza, aparece claramente que nuestras facultades obtendrán su objeto en la adhesión al ser que es por esencia bien, verdad y belleza, en la comprensión del Ser infinito, en la visión de Dios. Tal es, por consiguiente nuestro bien supremo; tal el fin último a que deben dirigirse todas nuestras aspiraciones.  Mas este fin no se realiza sobre la tierra. No tiene lugar sino en una vida ulterior, cuya existencia, atestiguada además por el estudio de la naturaleza del alma, por las tradiciones de todos los pueblos, por el asenso unánime de la humanidad, no es necesario detenerse a probar escribiendo para un pueblo donde todos hemos tenido aún la dicha de recibir estos conocimientos en el seno de una Religión que, revelada por la Verdad misma, encierra en sí los principios de toda sabiduría.

Ahora bien; si recordamos que, según la noción que hemos dado del Derecho, comprende este las condiciones necesarias para que el hombre pueda realizar su fin, no puede menos de tenerse en cuenta este fin principal, ora al estudiar el Derecho como ciencia; ora al traducir sus principios teóricos en disposiciones legislativas. Y como dicho fin principal no se realiza en el tiempo, claro está que la legislación no debe en modo alguno concretarse a considerar al hombre como existiendo sólo temporalmente.

Queda así demostrada la tesis que habíamos enunciado al comenzar este artículo. Todavía reservamos para otro exponer algunas consideraciones sobre los funestos efectos que acarrea en la práctica el desprecio de estos principios, cuya importancia pudiera parecer tal vez a algunos meramente teórica.

Continuará

LA ESPERANZA