Conviene de vez en cuando sumergirse de nuevo en el intrincado mundo de las relaciones entre la Iglesia y la Revolución en la época contemporánea de los dos últimos siglos en que nos ha tocado vivir, pues su mejor comprensión ha de ayudar a aclarar posibles malentendidos y fijar mejor las distintas posiciones y actitudes religiosas y eclesiásticas ante el fenómeno revolucionario.
Es bien conocida la fórmula de la «separación entre la Iglesia y el Estado», acuñada por Lamennais, que define a los liberal−«católicos», y que adopta su última forma con el divulgado lema de Montalembert: «La Iglesia libre en el Estado libre». Frente a ella, la Iglesia preconciliar defendió «la unión entre la Iglesia y el Estado». El carácter ambivalente de dichas frases, unido a la actitud oficial «reconocementera» prohijada por la Iglesia en sus relaciones con los nuevos poderes intrusos constituidos, ha sido fruto de muchos equívocos y ambigüedades que los legitimistas españoles, desde el principio, han tratado de disipar.
La Revolución se dio cuenta al instante de lo poco que podía avanzar adoptando una táctica abiertamente destructiva mediante el furor de sus filas más radicales, razón por la que, cada cierto tiempo, se hacía necesaria la promoción de los elementos moderados que, so capa de «protección» a la Iglesia, confirmaran, con paso lento pero seguro, la progresiva sumisión de la Iglesia a ese nuevo ente –surgido de la Revolución– llamado Estado (asimilador y absorbente, por definición, de toda realidad social existente fuera o al margen de él, como muy bien lo describiera y teorizara Hegel).
En el caso español, fue Vicente Pou quien dio la voz de alarma a las generaciones posteriores, cuando describía la insidiosa estrategia de los derechistas recién llegados al poder, en un texto manuscrito de mediados de 1845 publicado por Josep Mundet i Gifre (de la escuela de Canals). En él denunciaba cómo, a través del dominio por el Estado de toda la «disciplina externa» de la Iglesia, así como de su control económico convirtiéndola en asalariada de los Presupuestos, se podía desarrollar el objetivo de destruir a la Iglesia mejor que a través de un mero terror irracional, y concluía: «Un solo medio se deja al Clero para merecer el favor del Poder y es el de hacerse sus instrumentos, amoldando la misión que reciban de Dios a las nuevas instituciones con que se pretende “regenerar” la España. ¡Triste posición, más peligrosa mil veces para la Iglesia que una persecución manifiesta!». Y, refiriéndose a esta comprometedora forma de «unión» de la Iglesia con el Estado, añade: «Mas, ¿a dónde iríamos a parar con esto? ¿No podría parecer a muchos que se sacrifican los principios por transacciones materiales? […] ¿No tendríamos entonces una Iglesia nueva, con nueva forma, nueva disciplina, y hasta con nuevas creencias? ¿Y esta Iglesia fuera católica?». Es posible que no pocos católicos−«liberales» tuvieran presente el «escándalo» de este tipo de espuria «unión», que, no sin motivo, se la puede calificar de «nacional−catolicismo» o «nacional−eclesialismo», y que no dejaría de ser una manifestación más del modelo del Estado confesional propio de los países protestantes, al estilo, p. ej., de una «Iglesia» de Inglaterra, cuya cabeza radica en el Jefe del Estado, y en donde los «eclesiásticos» forman un órgano más de funcionarios del propio Estado. Los liberal−«católicos», sin embargo, caían en el error, no menos pernicioso, de abogar por la situación política de una genérica e indiferente libertad religiosa (conforme a las bases del liberalismo americanista) como medio de salvar esa buscada independencia o libertad de la Iglesia frente al Estado (que es la «solución» adoptada y seguida por la Iglesia conciliar).
Por todo ello, constituía un deber de primer orden para los legitimistas esclarecer las posturas, y así lo hizo de manera magistral el gran publicista Vázquez de Mella en su famosa fórmula definidora de las viejas relaciones legales entre el poder civil y eclesial: «Unión en lo moral, y separación en lo administrativo y económico». De hecho, ésa era la doctrina sostenida por la Iglesia preconciliar teoréticamente, pero inmediatamente anulada en la praxis por su política pastoral oficial de adaptación y acomodamiento a la nueva situación «ofrecida» (sin opción) por los revolucionarios «piadosos». ¿El fin aducido por la Iglesia –la salus animarum– justificaba estos medios «derrotistas»? ¿Tenía facultad Roma de obligar a los católicos a resignarse y secundar esa pastoral suicida? Sin duda no le faltaba razón a Melchor Ferrer cuando señalaba que el Concordato de 1953 no era en verdad sino una forma de fijar el Estatuto que debe regir a la Iglesia dentro del Estado y conforme a lo que graciosamente le concediera este último ente político «todopoderoso»; descripción –agregamos– que bien puede extenderse a todos los demás tratados o pactos (¿con el diablo?) forjados por la Iglesia en nuestra época contemporánea, desde el de Napoleón en 1801 hasta hoy.
Félix M.ª Martín Antoniano