Algunas definiciones genéricas de jacobino coinciden en que se trata de un «republicano ardiente e intransigente», de modo que el jacobinismo sería aquel movimiento político histórico gestado en el período 1789-1799 que haría la labor de ser el representante del Tercer Estado, organizándose inicialmente bajo la denominación Club Bretón y pasando por el rótulo Societé des amis de la Constitution. (Bobbio, Mateucci & Pasquino, Dizionario di politica, pp. 467-468). Francisco Elías de Tejada haría referencia al jacobinismo como la consecuencia inevitable de Juan Jacobo Rousseau, expresando que «Rousseau es el profeta democrático que anuncia el advenimiento del mesías Robespierre» y que los jacobinos son, en efecto, «el resultado de llevar hasta sus últimas secuelas la teoría robespierriana de la voluntad general» (Elías de Tejada, ¿Qué es el jacobinismo?). De forma mucho más certera, siguiendo quizás la fiel descripción dada tanto por Maistre como por Barruel, «el jacobinismo es la manera moderna del satanismo, es un tipo humano de profesional de la política del terreno social, es la constante y gravísima enfermedad contemporánea, diluida bajo innúmeras epidemias, signos menores, sello del gran mal de los tiempos apocalípticos en que vivimos» (Elías de Tejada, ibíd). Dicho por Maistre, «hay en la Revolución francesa un carácter satánico que la distingue de todo lo que se ha visto, y quizá de cuánto se verá» (Maistre, Consideraciones sobre Francia, p. 123).
Incluso cuando el ilustre Elías de Tejada dirige la conferencia en los años setenta —una época, en ciertos ámbitos, mucho menos apocalíptica que la reciente—, acierta al afirmar que el jacobinismo no ha muerto. En sus palabras, «son jacobinos los curas progresistas, los obispos descreídos, los marqueses comunistas, los banqueros liberales, los empresarios que costean periódicos socialistas, los demócratas del disimulo, los infinitos enemigos del reinado social de Jesucristo, estén dentro o se coloquen fuera de la Iglesia». (Elías de Tejada, ibíd). Frente a los enemigos de la realeza de Cristo, de nuestra Iglesia y de los principios rectores de la humanidad, legados por Cristo a sus discípulos y esenciales para la primera piedra, no cabe evitar generalizaciones; conviene hacerlas. Entre los apóstatas, infieles, mentirosos, masones e ideólogos neopaganos está Satanás. La Revolución Francesa y el tan fatuo como sangriento jacobinismo fueron tributos al adversario. Una gigante carnicería cuyas secuelas siguen vigentes en la ruptura con el orden divino y la imposición de la anarquía satánica. A esta constante, Barruel la denominaría «la conspiración anticristiana» o «del Anticristo». La conspiración tendría actores, tales como Voltaire, D’Alembert y Federico II de Prusia, a los que catalogaría de férreos enemigos de la Cristiandad. Esta conspiración también estaría acompañada por una cadena de acontecimientos entre los que se encuentran la Enciclopedia, la abolición de los jesuitas y de todas las órdenes religiosas, la difusión perniciosa de las ideas de Voltaire y la inundación de escrituras anticristianas, casi siempre en nombre de la razón y la tolerancia. Los jacobinos, cual germen del totalitarismo, serían la suprema realización de todos estos principios durante la sangrienta revolución —basta recordar que su etiqueta para la revolución fue la conspiración antisocial—. Sólo siglos después, el bolchevismo sería digno de superar tales proezas.
Pocas cosas son tan execrables como la anarquía jacobina —por encima, únicamente el protestantismo y sus consecuencias; por otro, el comunismo— y la creciente «necesidad» de algunos círculos, obstinados por la decadencia de los principios que dejó la Revolución francesa, en un retorno a lo jacobino. El más vulgar «republicanismo» francés, un revés al liberalismo continental, sería la solución para otros como si, de hecho, el comunismo soviético no trató ya de ser ese revés o revisión —partiendo de que el modelo político canónico de los marxistas era el Estado centralizado francés, el que defenderán Marx, Engels y luego Lenin—. Casi de forma profética, dirá Barruel que la pretensión de los adeptos de la impiedad, rebelión o anarquía es la «disolución de toda la sociedad» (Barruel, Memoirs illustrating the history of jacobinism, p. 406). La imposición de las impías tiranías sólo ha llevado a la disolución; una, del imperio francés y la otra, del imperio soviético.
La observancia de nuestra doctrina católica pasa por identificar el enemigo, pues cada época engendrará un nuevo enemigo o el resurgimiento de uno. Sin olvidar que todos estos enemigos tienen un origen común, una raíz, una matriz; véase de cualquier forma, todos sirven de herramienta al satanismo por su oposición a Dios. No sólo basta con la denuncia, sino con la lucha y la reacción; la contrarrevolución. El rechazo absoluto a los agentes y servidores del diablo, su expulsión y encierro. Con ellos, no cabe convivencia alguna. Hostis, infieles, enemigos. Para el católico, es siempre lícita y bienvenida la guerra perpetua por el establecimiento del reinado divino de Jesucristo.
Alejandro Perdomo, Círculo Tradicionalista Diego de Losada de Venezuela