Aporía de la religión civil (y II)

Detalle de «Apoteosis de Napoleón I» del pintor Jean Auguste Dominique Ingres

Ya que las fundaciones de las religiones civiles se concretan inconscientemente en el proceso revolucionario que instituyó los Estados modernos, no sorprende tampoco que los símbolos y liturgias de esta religión se sostengan en remembranzas de los episodios revolucionarios. Para el caso de América, en su totalidad, la figura del Presidente es el mejor caso de esto, pues necesariamente el presidente encarna la figura de un obispo que además es un guerrero, que perpetúa el espíritu revolucionario al recordar al fundador revolucionario de la república. Razón que explica, de paso, por qué el presidente es concebido como un líder que es, para el grueso de la población, un referente moral. El presidente encarna una sucesión del héroe revolucionario que ha logrado la apoteosis al fundar la nueva república y, si bien puede el poseedor actual del cargo no llegar tan altos logros, su figura legitima esa falsa conversión de los fundadores de la república revolucionaria en seres superiores; pues de no estar presente tal figura mística y entendida de manera dogmática, la república no podría mantener orden social y moral que vincule a todos sus integrantes.

Esta misma mistificación del poder político en el marco de todo Estado moderno por medio de la religión civil es, no obstante, una de las grandes aporías que contiene consigo misma pues, buscando aglutinar a una sociedad en el marco de variados credos, termina defendiendo de forma oficial un Estado «laico» que, en la práctica, nunca lo ha sido en realidad. En el mismo instante en el que la religión civil ha sido instituida de forma indirecta el Estado moderno ha negado la existencia de la laicidad, y este mismo es cabeza de su propia religión, a la que demanda adherencia y respeto. Es posible incluso blasfemar contra todo tipo de religiones en el estado moderno, pero aquel que atente en contra de la religión civil –por ejemplo rechazando la posibilidad de votar en unas elecciones– es considerado blasfemo y digno de repudio. La gran aporía es, entonces, que el Estado moderno insista vehementemente en carecer de religión alguna a pesar de serlo de forma indirecta y a la que no puede escapar, pues la necesita para poder justificar su existencia, y es esta misma aporía una de las causas por las que el entendido en la Santa Tradición ha de oponerse al Estado moderno, que consigo mismo lleva una contradicción, al exigir una adherencia religiosa que no tiene por qué darse. Los Estados que se apoyan en la existencia de la religión civil eventualmente tendrán que condenarse a la inestabilidad a causa de su propia contradicción. Sería bueno recordar, como conclusión, lo que Miguel Antonio Caro dijo en su célebre texto «El Paganismo Nuevo» sobre este asunto: «un gobierno que no profesa religión alguna no tiene derecho para declarar cuál es religión buena y cuál es mala, ni para perseguir, por lo mismo, secta alguna reli­giosa, por absurda que parezca; por consiguiente, un gobierno irreligioso por sistema, que persigue, es inconse­cuente; pero como en realidad el error en sus manifesta­ciones públicas no debe tolerarse, podemos afirmar: que “los gobiernos irreligiosos, o por excesivamente tolerantes o por arbitrariamente perseguidores, no cumplen su misión en la tierra”».

Nicolás Ordóñez y Reyes, Círculo Tradicionalista Gaspar de Rodas