El ahorro, mecanismo de saneamiento moral

J. Monino

Recientemente, un diario español se hacía eco de una realidad poco difundida: la pandemia ha multiplicado la capacidad de ahorro de muchas familias. Es decir, la inmensa mayoría de la población ha sido capaz de reducir sus gastos, como resultado de hábitos, los más de ellos forzados, que han desembocado en una mayor frugalidad. Situación de cierre de hostelería, de fronteras exteriores e interiores, miedo al contagio, etc.

Siempre se ha enseñado en las escuelas de económicas una realidad tangible de las economías nacionales: el ahorro nacional equivale a la inversión. El capital que particulares e instituciones acumulan financia inversiones interiores o exteriores. De no producirse esta identidad, se manifiesta un desequilibrio macroeconómico. Si el ahorro no crece, no crece la inversión y, por ende, la economía nacional.

Salvo que, ¡oh, milagro!, se consiga una fuente de financiación barata e indefinida, como el maná que baja de los Bancos Centrales. Entonces las inversiones se financiarían a cargo de esta deuda tan «generosa». Esos «bits» de ordenador, aún llamados «dinero», que se crean sin soporte material alguno. Cifras virtuales que sirven para financiar sucesivos déficits, y permitir que el sistema económico no afloje su velocidad, aun a costa de generar un agujero «eterno» de deuda. ¿Hasta cuándo se puede soportar esta situación? Es difícil de saber, pero se intuye que no será indefinida.

En una economía ordenada, un ahorro moderado es necesario, tanto para el bien particular de los hombres y las familias: promueve la virtud de la sobriedad, da seguridad material de cara al futuro, y facilita la práctica de la limosna. Y para el bien común, pues permite incrementar la riqueza nacional y reducir la dependencia de la usura global. Por más que nos digan, consumir desaforadamente no es de patriotas. Sólo da alas a un sistema globalista que busca el beneficio a corto plazo.

El ahorro, además de inversión, es consumo futuro, y al especulador no le gusta esperar. El sistema solamente se sostiene sobre el hiperconsumo, centrado en servicios de bajo valor o bienes no duraderos. Nadie comprará más lavadoras de las que necesita, pero puede multiplicar las veces que pisa un bar o discoteca. O la rotación de sus teléfonos móviles o la de sus prendas de vestir.

Ahora se dice que hay que re-orientar el modelo productivo español. Antes ya era suficiente con lo que había, al parecer. Ahora quizá sea ya tarde. La revolución tecnológica en ciernes va a empeorar el panorama. Por no hablar de los inversores internacionales que se frotan los bolsillos para adquirir empresas españolas de saldo. Y es lógico: donde hay carroña, siempre revolotean los buitres.

Obviamente, estos problemas no se resuelven únicamente ahorrando. Pero el ahorro nacional es el punto de partida de un gran número de reformas económicas y sociales. Hoy, se desmorona el mito de que «no se puede ahorrar», al menos en España. Siempre habrá quien, por desgracia, no podrá hacerlo aunque quiera. Pero una gran parte de los que decían no poder ahorrar, resulta que en realidad no querían. Lo cual lleva a plantear si una parte importante de los hogares necesita dos sueldos para vivir.

Y quien no lo quiera asumir voluntariamente, lo acabará haciendo a la fuerza. A medida que la nueva revolución tecnológica vaya devorando puestos de trabajo. A medida que el desplome de la natalidad, por el creciente egoísmo, provoque que cada palo tenga que aguantar su vela el día del retiro. A medida que la incertidumbre social cada vez mayor y la dependencia de entes extranjeros imponga el modo de vivir, pensar y trabajar. A medida que el mañana no esté garantizado.

Javier de Miguel Marqués, Círculo Nuestra Señora de los Desamparados.