Mes de los Mártires de la Tradición: D. Juan Álvarez de Castro Muñoz, Obispo de Coria

Fue enterrado con todo secreto y sin la solemnidad y honor de un sacerdote de Cristo

Reducir la figura y el martirio del Obispo Álvarez de Castro a un mero asesinato por una controversia nacional o un arrebato nacionalista ante un invasor sería desacralizar y rebajar un hecho triste y luctuoso a una cuestión temporal y quitarle el honor y la virtud del sacrificio por el bien mayor, que es la defensa de la Religión, sobre la cual están ordenadas los otros amores: la defensa de la Patria y del Trono. Así, el doctor Álvarez de Castro, desde un apartado rincón de la Sierra de Gata puso en pie a su grey arengando a su pueblo con dos míticas cartas pastorales patrióticas. Su firma y sello que le valieron dar su vida por «animar el valor de sus súbditos en dar la vida en defensa de una buena causa y por el triunfo del Rey, de la Patria y la Religión».

Su casa en Mohedas de la Jara

Nacido en Mohedas de la Jara, del partido de Talavera de la Reina, en el Reino de Toledo, era hijo de labradores acomodados. Llamado a la vocación sacerdotal, consigue el doctorado en Teología y tras superar varios concursos-oposiciones va pasando de parroquia en parroquia hasta llegar a la de los Santos Justo y Pastor de Madrid, donde se dará a conocer por sus dones y virtudes para la predicación. Su renombre aumenta de tal manera que Don Carlos IV lo eleva al episcopado y lo nombra Obispo de Coria en 1790.

Al poco tiempo de ser entronizado ―cuenta uno de sus biógrafos― «restableció la disciplina eclesiástica con el envío de circulares llenas de sabiduría y prudencia, visitó la diócesis; reguló las oposiciones para cubrir las parroquias; cuidó de la decencia y ornato de los templos, de la educación de los niños expósitos, fundando para ellos la Casa de Misericordia, y fomentó la creación de Juntas de Caridad a las que entregó cuantiosas sumas de dinero». Vemos aquí una de las claves de su gobierno, que es su liberalidad o largueza con las rentas, ante una situación crítica que se avecinaba, para sostener con ellas aquellas causas que eran fundamentales: la reforma de vida eclesiástica para mayor recolección de todo el pueblo, el culto y la ayuda a menesterosos para el bien común.

En 1793 ya tenemos la primera pastoral donde exhorta a la ayuda a los Reales Ejércitos que luchan en Francia contra la Convención. Y da refugio a catorce clérigos y seminaristas franceses en el convento de San Francisco. En 1798 participa con el cabildo anticipando una suma al Rey para la guerra contra Inglaterra a fondo perdido y con una circular rogando ayuda para el Monarca ante el terrible azote de la guerra contra la Gran Bretaña que sufría el país.

Su salud se quiebra en 1805 y padece gran tristeza por la muerte de un sobrino canónigo tesorero del Cabildo. Es en esta situación cuando se muda a casa de su sobrina en Hoyos, dentro del partido de Alcántara, en la entonces provincia de Extremadura, en las faldas de la sierra de Gata. Y deja el gobierno diocesano en manos del arcediano de Alcántara. Aquí es donde el señor obispo va a probar su «caridad sin límite y un patriotismo acrisolado» en su ocaso físico debido a su edad provecta. Son varios los testimonios que confirman que a pesar de estar postrado en cama y ciego seguía con lucidez los acontecimientos y el gobierno de la Iglesia de Coria.

Al padecer la invasión y la ausencia de la Familia real, don Juan será el primer obispo en levantar la voz con sus famosas pastorales y como ya dio muestra antes de amor a la Patria, ante la perfidia de Napoleón se sobrepone a su difícil situación al mes de reconocer la Regencia de Murat, el 14 de mayo de 1808. Manda hacer rogativas públicas con tres días de ayuno y con las previstas indulgencias para el bien de las armas españolas.

El 15 del mismo envía dinero a título de préstamo a la Junta superior de Extremadura «para mantener las tropas, que se arman en defensa del Rey de la Patria y la Religión […] reservando únicamente lo muy preciso para el culto divino, respecto» a los haberes para socorrer la necesidad de la que depende el bien y la felicidad de la Monarquía y sus vasallos. Pero es en la fechada el 23 de junio donde expone su programa político, con el que quiere poner freno al rechazo del alistamiento frente a la invasión y lograr la unidad de todos ordenando a los clérigos que «contribuyan por su parte a fines tan piadosos y de los que depende la conservación de nuestra Santa Religión, de nuestro amado Monarca y de la Patria […] para reunirse en un solo fin de respetar y venerar las Justicias, defender la Religión olvidar resentimientos particulares y derramar hasta la última gota de sangre en el caso de que sea necesario». Y para que se afiance más, pide que sea mediante un juramento ante Jesús Sacramentado y que sean los mismos eclesiásticos quienes lo encabecen.

«Juramos, prometemos a ese Divino Señor Sacramentado, guardar la más perfecta unión, respeto y veneración a la Justicia, olvidar para siempre de todo corazón resentimientos particulares, defender nuestra Santa Religión, a nuestro amado Soberano y Señor don Fernando VII y las propiedades, hasta derramar la última gota de sangre».

El 30 responde: «medida indispensable para la victoria, presentar a la Europa una sola Nación unida y enlazada por vínculos firmes y sólidos, sirviéndola de cabeza y centro de reunión […] Fernando VII; pudiéndose decir con verdad que la España no se ha revolucionado: revolución, nombre odioso y detestable a los españoles que están tan contentos con su religión, los usos y costumbres de sus padres; sino que han tomados las armas, y desenvuelto su espíritu y valor par amantenerse en el estado en que se hallaba, que hacía sus delicia, y fue su felicidad envidiada de todas las naciones».

En el señor Obispo son constantes las identificaciones de la Religión con la Patria, como si fuera de una lucha de Cruzada y de ahí la obligación no sólo civil sino religiosa de defender ambas. La defensa de la Familia real y la figura del rey Fernando. El compromiso económico con la Causa frente a un enemigo que es pérfido y herético encabezado por un tirano orgulloso, como Lucifer que hace que sea rechazado por esas ideas ponzoñosas; y también, por el escarnio que sufre la Patria y sus gentes pues el ejercito napoleónico holla todo por donde pasa.

Es en este trasiego desde junio de 1808 hasta agosto de 1809 donde primero es escondido por sus familiares y vecinos en la sierra a pesar de su enfermedad y después da hospedaje temporal a su condiscípulo el obispo de Tuy. Estarán con sus fámulos itinerantes por la sierra hasta que se calmaron las cosas y el obispo de Tuy retorna a su diócesis y el doctor Álvarez de Castro a Hoyos.

Al final por quinta vez entró el ejército francés en el lugar de Los Hoyos muy de mañana con ánimo de aniquilar y asesinar a todos los de su casa. Maltrataron a dos, después se ensañaron con las insignias episcopales del pobre obispo que estaba impedido en la cama. Y después de las burlas lo sacaron del lecho, desnudándolo, fue arrojado al suelo ya que no se tenía en pie y le dieron dos balazos, según narraron algunos testigos. Uno en la boca, por lo que dijo y otro en sus partes pudendas. Murió ensangrentado entre jaculatorias religiosas y patrióticas.

Fue enterrado con todo secreto y sin la solemnidad y honor de un sacerdote de Cristo, sin saber el lugar exacto para rendirle las exequias, honores y plegarias necesarias para tan alto padre y pastor.

Es importante añadir algo sobre el desacertado juicio que hace sobre el doctor Álvarez de Castro el sacerdote e historiador Miguel Iglesias Hernández, que menosprecia las virtudes del señor obispo. Le exime de la redacción de las cartas pastorales, acusando a su sobrino segundo el canónigo Mateo Fernández de la Jara, que fue carlista, de escribirlas y niega la heroicidad de su muerte diciendo que fue una casualidad. Opiniones más propias de un clérigo naturalista y modernista que de un presbítero ortodoxo. Hoy más que nunca su ejemplo y virtudes en circunstancias tan difíciles debe ayudarnos y motivar seguir su ejemplo de fidelidad a Dios, la patria y el rey.

Gerardo Miranda, Círculo Tradicionalista Lirio y Burgoa

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