Manifiesto en forma de abrigo

el abrigo de piel se ha convertido en uno de los atuendos típicos del villano químicamente puro

Cruella de Vil

Resulta que, entre las muchas cosas que muchos autodenominados católicos olvidan con mucha frecuencia está una de las cosas más elementales, básicas y más prontamente reveladas (al menos si seguimos el orden crono- y lógico de las Sagradas Escrituras), a saber, que la Creación toda está ordenada al hombre. Lo cual significa, entre otras cosas, que además de todos los deberes que, Laudato si’ o no, puedan deducirse de la ley natural hacia Natura, poseemos unos cuantos derechos sobre ella que se traducen, verbigracia, en el derecho a matar para poder comer y en el derecho a desplumar cosas para rellenar edredones.

No deja de resultar también curioso que, en su recitación casi cotidiana de las letanías animalistas (contra las corridas de toros, el foi-gras, los solomillos, las chupas de cuero…), sus popes olviden siempre a esos inocentes volátiles cuyas vestimentas óseo-pilosas les abrigan cada noche tras sus duras jornadas defendiendo los inalienables e imprescriptibles derechos de algún caracol tibetano cojitranco. Como mi manía por pelearme (por escrito) con el mayor número de gente posible no llega a tanto, no voy a erigirme hoy en Abogado de las Ocas Calvas, aunque podría hacerlo.

No van en absoluto por ahí los tiros. Porque hay muchas cosas razonables en la causa animalista. Llegan casi a la mitad de las cosas de la misma causa que no son razonables. Una de las primeras es la lucha contra la producción industrial de carne para el consumo, porque una cosa es una matanza, que expone al futuro comensal a la crudeza y a la violencia de que necesariamente se debe hacer uso para poder poner en el plato un poco de panceta ahumada; y otra cosa son esos mataderos robotizados en los que las vacas entran por un extremo vivas, simpáticas y mugientes y salen por el otro en paquetitos de plástico con su precio y todo. Yo siempre he sostenido que enfrentarse a la sangre y a los chillidos de un bicho agonizante me parece un precio justo, razonable y natural (y, precisamente, por natural, justo y razonable) por merecer el derecho de comer carne. No digo que todos, en todo momento y en todo lugar, pero sí la mayoría y al menos una vez en la vida. Para que sepamos todos de lo que estamos hablando.

Pero una cosa es tomar conciencia de que las cosas que hacemos tienen consecuencias y exigen, a menudo, un trabajo ni muy limpio ni muy agradable y otra es antropomorfizar las cosas que no son antropomorfas y abandonar ―contra nuestra propia naturaleza― el consumo de carne porque constituye un atentado contra la dignidad humana de las vacas.

Y otra cosa que me parece muy mal, porque nos jugamos no sólo el sustento sino incluso un cierto estilo de vida, es el tema de los abrigos de pieles. Yo no llevo ni llevaré nunca, salvo en el improbable caso de que me coronen Rey de Inglaterra, pieles ni de armiño ni de cocodrilo. Pero mi experiencia me ha enseñado unas cuantas cosas sobre los abrigos de pieles:

La primera, que, gracias a la Disney, pero no sólo, el abrigo de pieles se ha convertido, para el imaginario colectivo de la mayor parte de este planeta, en uno de los atuendos típicos del villano químicamente puro. Y eso aunque, de hecho, el villano que lleve las pieles diste mucho, en la realidad, de ser particularmente malvado. Es el caso, por ejemplo, de Cruella de Ville, la siniestra noble venida a menos (por lo que se puede inferir), que pretende hacerse un flamante y originalísimo abrigo de piel de dálmata con nada menos que 99 cachorros. La película, sobre todo al final, en esa épica persecución que es el clímax dramático de la historia (hablo de la versión de dibujos animados, de estética tan peculiar), nos la muestra como una auténtica lunática de mirada fija, de chalada total, que no duda en poner en peligro su vida y la de los demás conductores implicados para recuperar su valiosa mercancía. Vale, Cruella está tarada del todo. Pero está tarada con independencia del hecho de querer hacerse un abrigo de piel de dálmata. Ni mucho menos (y creo que tampoco es el mensaje de la película), por el hecho de que le gusten las pieles. Los únicos reproches, muy justos, por otra parte, que se le dirigen sobre este punto son su descarado robo de los 15 vástagos de Pongo y Perdita y su excesivo apego a las pieles. No su apego en cuanto tal. Por otra parte, 101 dálmatas consigue hacer pasar el mensaje de «¡No a las pieles!» por el tramposo expediente de presentarnos a los susodichos cánidos como dotados de una inteligencia igual, al menos y, respecto de la mayoría de los personajes humanos, muy superior a, la de una persona normal. Es evidente que es perfectamente ilegítimo desde todo punto de vista matar a una criatura racional para hacerse un abrigo con su piel. De ahí, por cierto, que a Hernán Cortés el clero local no le causase una excelente impresión en su primera visita a Tenochtitlán. Como tampoco, por cierto, es legítimo en ningún caso matar a una criatura racional para comérsela; ni tampoco para procurarse la salud con sus órganos, que es casi lo mismo que comérsela y que es, precisamente, lo que se hace cuando se convierte en donante de órganos a una persona en estado de «muerte cerebral». Sintagma tramposo donde los haya, puesto que la muerte, o es sustantiva, o no es tal muerte.

También es el caso del Sr. Burns, de Los Simpsons, quien, en uno de los capítulos más apreciados y recordados por el público, se marca un charlestón particularmente divertido a cuenta de su nutrida y elegante colección de vestimentas hechas con las más variopintas pieles: «¡Ya lo ven, ya lo ven: el gorila sienta bien»!, canta luciendo un muy favorecedor chaleco hecho de pecho de simio. Pues sí, claro que sienta bien. Y con una letra tan pegadiza hasta dan ganas de probárselo.

La otra conclusión, no menos importante y, para mí, mucho más grave, es que para lucir como Dios manda un abrigo de pieles hay que estar en posesión de un determinado temple moral, del que gozan ya muy pocas personas. Un abrigo de piel es una prenda, esto es evidente, casi descaradamente burguesa; de gente bien en el sentido más pleno de la expresión. Una mujer que no sepa desenvolverse bien en la alta sociedad no debería nunca llevar un abrigo de pieles, so pena de ser calificada, en toda lógica, como una arribista de primer nivel. Un abrigo de pieles es, además de una prenda elegante, un atavío que convierte, inmediatamente, a su portadora (salvo que camine como un pato patizambo) en una estrella de cine de los años veinte o en una Grande de España que se mueve como pez en el agua en la vida de la gran ciudad. Una mujer es, por qué no decirlo, inmediatamente más atractiva y más majestuosa con un abrigo de pieles. Hasta Cruella de Ville, que cuando se lo quita parece una lamprea.

A lo mejor toda mi apología del abrigo de pieles viene porque ―como casi todo el mundo, de hecho― yo siempre he tenido dos abuelas. Y, sobre todo, por el hecho de que ambas, que santa gloria hayan, tenían sendos abrigos de pieles que lucían sólo en las grandes ocasiones (la Misa del Gallo y Año Nuevo, básicamente, y en las raras bodas que se celebraban en invierno) y que ambas, aunque sometidas al fatigoso esfuerzo de llevar todo ese peso encima, se quitaban años, dolores y penas luciendo sus visones y pisaban con el garbo de sus años mozos las aceras del barrio de Salamanca. A ninguna de las dos se le habría pasado por la cabeza desollar por sí mismas un zorro para hacerse una estola, pero tampoco se les habría pasado por la cabeza que un zorro pueda gozar de los mismos derechos civiles que un peletero. A lo mejor mis abuelas eran, en el fondo, dos brujas malvadas como Cruella de Ville y de haber sido nobles venidas a menos también habrían organizado redes criminales de secuestro y asesinato de cachorros de dálmata. Pero a lo mejor sólo eran señoras normales con una concepción católica del mundo, de los animales y de las prendas de abrigo. No lo sé. Lo que sé es que, a veces, como María Dolores Pradera, cuando pienso en que, de niño, iba yo bien amarradito a las mangas suaves y cálidas de aquellos abrigos, yo también tengo ganas de «ser un señor de aquellos que fueron mis abuelos».

G. García-Vao

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