Un ejemplo más de que la base del «derecho» revolucionario radica sola y exclusivamente en una pura voluntad desmedida y carente de traba alguna, nos lo proporciona la decisión dada por el Tribunal Constitucional el pasado 9 de Mayo al evaluar el recurso de inconstitucionalidad que el opusino Letrado del «Consejo de Estado» Federico Trillo-Figueroa –y antiguo Ministro de Defensa en el segundo Gobierno de José M.ª Aznar– presentó allá por 2010 contra algunos artículos de la «Ley» del aborto aparecida ese año, la cual establecía un sistema de despenalización «por plazos» en sustitución del anterior sistema «de indicaciones», declarado constitucional en 1985 por ese mismo Tribunal.
El Sr. Trillo, como buen liberal-«católico», acataba la sentencia de 1985 y apelaba a ella como un fundamento para su recurso en pro de la supuesta inconstitucionalidad del nuevo precepto abortista de 2010. El órgano intérprete de la Constitución no sólo ha desestimado este recurso, sino que ha elevado el aborto a la categoría de «derecho» amparado por el texto constitucional: «En definitiva –dice su resolución–, desde la [sentencia de 1985] los consensos acerca de la consideración jurídica [sic] de la interrupción voluntaria del embarazo han experimentado una profunda evolución hasta su regulación como derecho [sic] de las mujeres y correlativa prestación sanitaria». Y añade un poco más adelante: «Como se expondrá a lo largo de este fundamento jurídico [sic], la decisión de la mujer de interrumpir su embarazo se encuentra amparada en el art. 10.1 CE, que consagra “la dignidad de la persona” y el “libre desarrollo de su personalidad”, y en el art. 15 CE, que garantiza el derecho [sic] fundamental a la integridad física y moral».
Los «magistrados» también reproducen en apoyo de su dictamen diversas declaraciones recientes de varias organizaciones internacionales en que se considera al aborto como un «derecho humano» más; sin embargo, repetimos una vez más, el fundamento último del fallo dictado no es sino el ejercicio de la simple y nuda voluntad y nada más. Por definición, en el «derecho» constitucional, no sólo no existe ningún criterio objetivo externo superior que sirva de guía para la toma de decisiones en la determinación del derecho, sino que ni siquiera es vinculante el criterio subjetivo de anteriores «consensos» cristalizados en el propio contenido de la «Ley» Constitucional o en las sentencias emanadas de su órgano interpretativo.
La Revolución sólo «consagra» una única realidad: la voluntad de la Nación siempre en perpetuo estado constituyente; voluntad que es «genuinamente» manifestada por las distintas instituciones encargadas de darla a luz, es decir, los «órganos del Estado-Nación», entre los cuales se incluye el susodicho Tribunal Constitucional. Aquí es donde reside la diferencia primordial entre el multisecular orden jurídico-legal de la única y legítima Monarquía hispánica y el sistema de la Revolución (en sus distintas superfluas variantes) que lo ha reemplazado: el primero es un derecho civil o secular concreto que se basa en su esencial subordinación al derecho divino natural y positivo, el cual es verdaderamente expuesto sólo por el Magisterio de la Iglesia Católica; el segundo, hace reposar su fundamento último en la sola voluntad humana, de tal forma que, incluso las posibles protestaciones que puedan realizarse en alguna de sus variantes en favor de una supuesta confesionalidad o «acatamiento a la Ley de Dios», estarán siempre supeditadas a esa «omnipotente» voluntad de la Nación (que es su único criterio supremo).
Como caso paradigmático de esto último, traemos de nuevo a colación el modelo más acabado de sistema revolucionario: el sistema franquista. Ya vimos en nuestro escrito «La esencia liberal de toda Constitución, incluida la franquista» (parte 1 y parte 2), cómo ésta permitía en su propio articulado la reforma de su totalidad por la mera voluntad constituyente de la Nación. Pero es más, incluso la llamada «Ley Orgánica del Estado» permitía la posibilidad de aprobarse cualquier «Ley» ordinaria aunque fuera objetivamente contraria a las «Leyes» constitucionales franquistas. Así se desprende de su parte dedicada al llamado «recurso de contrafuero»: bastaba con que los dos órganos autorizados para presentar dicho recurso (la Comisión Permanente del Parlamento franquista, o el Consejo Nacional del Partido Político de Franco) dejaran pasar 2 meses desde la publicación de la nueva norma en el BOE para que ésta quedara consolidada; o, en caso de un proyecto de «Ley» ordinaria sometida a referéndum, era suficiente con que dicho Consejo Nacional, en el dictamen preceptivo anterior al referéndum, no apreciara en ella motivo para promover recurso, por lo que, una vez promulgada tras el referéndum, ya no podía ser objeto de recurso de inconstitucionalidad. Y, en última instancia, si alguno de esos órganos sí estimaba algún posible «contrafuero», la decisión final recaía en el llamado «Consejo del Reino», el cual resolvía lo que mejor le pareciera del mismo modo discrecional con que lo hace el actual Tribunal Constitucional. La «Ley» de desarrollo del recurso (05/06/1968), reconocía la llana y simple «naturaleza política» de éste en su Exposición de Motivos: «Constituye así el recurso de contrafuero una suprema instancia política en la que la decisión compete al Jefe del Estado [= refrendada por el «Consejo del Reino»], representante supremo de la Nación, cuya soberanía personifica, excluyéndose del contrafuero aquellas Leyes que hubieren sido aprobadas por referéndum nacional». El dilema es claro: o Legitimidad o Revolución.
Félix M.ª Martín Antoniano
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