Nación, nacionalismo y neonacionalismos

PUEDE HABLARSE DE DOS NACIONES, UNA CLÁSICA Y OTRA MODERNA; LA PRIMERA LIGADA A LA EXISTENCIA, LA SEGUNDA CON «ESENCIA» PROPIA DE UNA SUSTANCIA SUPERIOR

La promulgación de la Constitución de 1812, obra de Salvador Viniegra (Museo de las Cortes de Cádiz)

El contexto disolvente que nos anega, animado por el nihilismo contemporáneo, opera como destructor eficaz de estructuras de toda índole. Algunas de ellas, por su andamiaje natural, resisten pese a su notable erosión. Otras, ideológicas, sucumben y se transforman según los designios de la voluntad humana. Un tercer grupo, más complejo, de naturaleza ideológica pero en cuya existencia subsisten elementos de politicidad natural, son acechados no por lo primero, sino por lo segundo. Así las cosas, la sociedad se resiente pero nunca dejará de existir, la liberación, por su parte, muta según los sujetos revolucionarios y, en un tercer grupo, encontramos al Estado, moderno en su progenie, pero que conserve –a su pesar– realidades que, por responder a la naturaleza humana, provocan las iras de los nuevos revolucionarios.

La nación, en este contexto, se presenta como un elemento polifacético. Desde un prisma clásico, la nación encuentra un componente existencial, histórico, cultural, etc., realidades apolíticas que tienen que ver con el lugar de nacimiento. La patria, por su parte, haciendo referencia a la tierra de los padres y, por ello, a la virtud de la pietas, encuentra en el orden de las virtudes un componente teleológico, de orden moral y político. La gnosis moderna alteró el orden de cosas. La Nación –ahora escrita en mayúscula– se sustantivó, adquirió una «esencia» similar a una sustancia individual, con razón y voluntad. La materialización de estas potencias del nuevo ente abstracto nacional precisaba del Estado, dotando de razón –razón de Estado– y voluntad –fuerza de la ley– a la Nación, ahora «política». La patria, en este molde, adquiere un componente pseudo ético de vinculación con los deberes impuestos por la Nación, los deberes del ciudadano que, siguiendo a Rousseau, llevan a la muerte de quien los incumpla.

Así, en el surco de Jean de Viguerie, puede hablarse de dos patrias, una natural y otra revolucionaria. También de dos naciones, una clásica y otra moderna; la primera ligada a la existencia, la segunda con «esencia» propia de una sustancia superior.

La erosión de las estructuras de la modernidad «fuerte» ha conllevado la relativización de éstas por la modernidad «débil». Así, los conceptos de Estado y Nación propios del siglo XIX se ven asaetados por el principio de autodeterminación de los pueblos o el globalismo.

No son pocos los que surgen con deseos de salvar tales estructuras, juzgando, con acierto, la malignidad de las alternativas posmodernas. Sin embargo, la certidumbre del juicio finaliza cuando arguyen que las estructuras de la modernidad «fuerte» han de ser conservadas no por la componente nihilista y disolvente mayor de sus opositores, sino por la bondad que en sí poseen. En esto, el pensamiento clásico y cristiano no sólo no los acompaña, sino que los refuta.

Los nuevos nacionalistas, arguyendo las maldades del globalismo y el separatismo pretenden una vía de consolidación de los males que, acelerados, nos aquejan. Así, en el tránsito del liberalismo a la democracia, esto es, de la introducción de la sociedad en el aparato del Estado liberal, consecuencia del hegelismo que agudamente denunció Francisco Elías de Tejada, pretenden frenar el lógico desarrollo de la cuestión, negándose al Estado mundial y permaneciendo en la Nación política, en el conjunto de individuos libres e iguales.

Los nuevos nacionalistas, al cobijarse en la abstracta Nación política, carecen de fundamento fuera de la autoconservación «nacional». De esta forma, podemos encontrar grupos conservadores, cantando las gestas de España históricas, a la vez que señalan, frente a lobbies varios, que España es casa de todos, esto es, acoge al bien y al mal. También parece haber contagiado el virus del neonacionalismo a grupos izquierdistas, descontentos con las políticas neoliberales de las realidades internacionales, y que pretenden hacer pasar la Nación como sujeto de liberación o, al menos, como campo de experimentos subversivos.

Este neonacionalismo incluso emula la democratización nacional de finales del XIX y principios del XX, fomentando la colaboración entre las derechas y las izquierdas neonacionalistas con el fin de favorecer la vigencia de la Nación, el mantenimiento de su «esencia». Paradójica realidad que los que invocaron antaño la «esencia» nacional –revolucionaria– contra la existencia de las naciones existenciales –clásicas– se vean forzados, por la aceleración de sus postulados, a defender la mera «existencia» nacional. Del contenido, ni hablamos.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense

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