El origen divino mediato de la potestad de jurisdicción episcopal (II)

«Con estas últimas palabras –termina glosando Urdánoz– deshace Vitoria todo el favor que antes había prestado a la tesis del origen inmediatamente divino de la jurisdicción episcopal»

El Padre Diego Laínez, S.J. (1512-1565)

Y si acudimos ahora al propio Diego Laínez –a quien incluso se le ha querido hacer pasar, en todo este asunto, por una especie de adulador del poder papal con vistas a la consecución de ventajas para la naciente Compañía–, de su pluma salió un Plan de Reforma, escrito mientras se encontraba en Francia poco antes de incorporarse al Concilio, en el que empezaba afirmando, entre otras cosas, lo siguiente: «Aunque ésta [la reformación] sea necesaria en todos estados, parece debe comenzar de los eclesiásticos; después, extenderse a los seglares. Y entre los eclesiásticos, de la cabeza suprema y su Corte, cuyo mal ejemplo y mal uso de la potestad que tiene de Dios, ad aedificationem et non ad destructionem, como es principal causa de los desórdenes de los miembros, así, cuando se reformase, su buen ejemplo y buen uso de su potestad sería el remedio principal de los demás». Y un poco después añade: «Quanto a la reformación de la cabeza y su Corte, primeramente se vea la necesidad suma; segundo, la oportunidad del tiempo que hay ahora; tercero, el modo de practicarla. La necesidad ser suma, puédese juzgar del escándalo que tiene universalmente toda la Cristiandad, y el odio que hay en unos, y el menosprecio o mal concepto que hay en otros de la Santa Sede Apostólica, por los abusos de ella» (op. cit., p. 152). Y prosigue después desarrollando pormenorizadamente, en el resto del escrito, los tres puntos indicados.

Sin embargo, estas contundentes denuncias no le impedían a Laínez y sus compañeros defender con firmeza la doctrina tradicional sobre el origen de la potestad jurisdiccional, frente a la imprudente postura del sector de Obispos españoles capitaneados por el Arzobispo de Granada. Quizá la mejor descripción, tanto de la ingenua conducta de estos últimos, como de las graves implicaciones de su posición teológica, nos la proporciona el canonista Gabriele Paleotti en el Diario que fue redactando durante su participación en esta última etapa del Concilio. Cereceda extracta así sus impresiones: «El juicioso Paleotti escribe que resultaba inconcebible para muchos cómo los españoles, “de los que se tenía un gran concepto por su bondad y por lo arraigado de sus creencias”, se habían extralimitado en sus expresiones como si pretendiesen rebajar o sustraer en algo las prerrogativas pontificias. Oí decir a muchos, prosigue el diarista, que procedían con buen celo, porque, como una larga experiencia les hubiese enseñado que las cosas eclesiásticas iban de mal en peor y que los Papas se preocupaban más de sus intereses privados y de los de su familia que del bien general de la Iglesia, se habían persuadido de que no existía medio más a propósito para desterrar tales abusos que moderar de aquella manera la autoridad suprema de los Pontífices, autoridad de la que con frecuencia habían abusado. De este modo, defendiendo el origen divino del episcopado y de la residencia, no podrían los Papas adueñarse por su capricho de los bienes de las Diócesis o entregarlos a Pastores extraños y a Obispos residentes en la Curia. Pero “engañábanse, afirma Paleotti, porque, si bien esta razón tiene hoy su probabilidad, el tiempo la convertiría en perjudicial, ya que, cuando se disminuye el poder sumo de la Monarquía, todo se va a pique, y los que ahora parecen buenos Prelados, al saber que nadie les tomará cuenta de sus actos, se harían más insolentes (insolentiores). Y ¡ay! de nosotros si no existiese una cabeza de la cual dependan todos por igual”» (op. cit., p. 161).

Paleotti también apuntaba como iniciador de la postura teológica de esos Obispos al dominico Francisco de Vitoria, habiéndola llevado a Trento sus discípulos de la Universidad de Salamanca. Pero, antes de nada, habría que plantearse la duda de si estos discípulos quisieron deducir de la doctrina de su maestro más de lo que él realmente sostenía. En el comentario introductorio a su edición crítica de la Relección 2ª «Sobre la potestad de la Iglesia» (Obras de Francisco de Vitoria, B.A.C., 1960), Teófilo Urdánoz O. P. opina que Vitoria, en las proposiciones contenidas en los números §27-§29 de dicha Relectio, «se deja influir un tanto […] de la idea democrática y de un episcopalismo excesivo, e insinúa fuertemente la tesis del origen inmediatamente divino de la jurisdicción episcopal, puesto que parece acentuar con exceso la idea de una sucesión de los Obispos en la jurisdicción apostólica ordinaria, en virtud del derecho divino e independiente del Papa. Es cierto que con esta y otras insinuaciones […] Vitoria haya influido en la tendencia episcopalista anticentralista de sus discípulos, los teólogos y Padres españoles del Concilio de Trento, que con tanto tesón defendieron el derecho divino de la residencia de los Obispos». Sin embargo, el editor dominico termina subrayando lo siguiente: «Pero aun la tesis citada [la del origen divino inmediato de la jurisdicción episcopal], que siguió siempre de libre discusión, no parece admitirla y, aunque con alguna ambigüedad, en el fondo la rechaza. Las proposiciones sentadas no se oponen del todo, sino son compatibles con la verdad de que la jurisdicción episcopal deriva del Papa. Aun admitido que los Obispos nombraran sucesor, como esto se supone que es hecho en virtud de costumbre o ley sancionada por la Iglesia, no excluye que tales Obispos reciban la jurisdicción del Pontífice. Vitoria supone tal aprobación al menos implícita de aquellas designaciones episcopales. La Relección termina, en efecto, con nueva y magnífica afirmación de la suprema potestad de la Sede romana» (pp. 351-352. Los subrayados son suyos).

Urdánoz, en la parte final que hemos transcrito de su comentario, se está refiriendo al último parágrafo §30 de la Relección, que reza así: «No obstante lo dicho (y para que nadie crea que quiero rebajar en nada la Sede Romana y su dignidad), establezco la siguiente conclusión: Los sucesores de Pedro pueden nombrar a su voluntad Obispos en todas las Diócesis, derogar todas las leyes anteriores sobre este particular, dictarlas nuevas, dividir Diócesis y hacer todo lo que con esto se relacione, según su juicio y con su potestad. Pues todo lo dicho debe entenderse siempre que la Sede de Pedro no disponga otra cosa. Esta proposición se demuestra claramente. Pues en absoluto y sin ninguna excepción se dijo a Pedro: Apacienta mis ovejas. Luego a Pedro corresponde toda la administración sin limitación y, por consecuencia, también la creación de Obispos. […] De aquí se patentiza este corolario: que actualmente no puede nombrarse ningún Obispo si no es de acuerdo con las formas dadas por el Sumo Pontífice, y si se intentare hacer de otro modo, nada se logrará, sino que todo será nulo y de ningún valor. Digo esto, sin embargo, en cuanto a la potestad de jurisdicción, pues en lo que respecta a la consagración es distinto. En segundo lugar, se sigue que toda potestad eclesiástica, tanto de orden como de jurisdicción, depende mediata o inmediatamente de la sede de Pedro. Es evidente, pues de esa sede dependen los Obispos, y de los Obispos los Presbíteros y todas las órdenes y potestades inferiores» (pp. 408-409. Los subrayados son del texto editado. La traducción ha sido ligeramente modificada para concordarla mejor con la versión original latina).

«Con estas últimas palabras –termina glosando Urdánoz– deshace Vitoria todo el favor que antes había prestado a la tesis del origen inmediatamente divino de la jurisdicción episcopal» (p. 352).

Así pues, en esto queda la supuesta tradicionalidad de la teoría del inmediatismo divino del poder eclesiástico episcopal: una mera defensa circunstancial de ella por algunos Obispos españoles en la creencia o esperanza de que pudiera servir de garantía o respaldo para asegurar, de cara al porvenir, la honrada política reformadora propugnada por ellos, única y verdadera finalidad primordial de toda su actuación conciliar. Ni siquiera se podría afirmar que Francisco de Vitoria la sostuviera realmente, como acabamos de ver. Por lo demás, él era consciente de la enorme fuerza de la tesis contraria, como se desprende de la excusa que presenta al principio del parágrafo §27, justo antes de tratar una de aquellas proposiciones suyas que podía implicar o tener cierto sabor a «inmediatismo»: «Sé que esta proposición –decía el ilustre Catedrático salmanticense– no agradará a todos los doctores, tanto teólogos, como juristas, ni agradaría a los mismos Cardenales Torquemada y Cayetano. A todos ellos en verdad les invadió alguna vez la convicción de que, de tal manera depende del Romano Pontífice toda potestad de jurisdicción, que nadie puede tener siquiera una nimia potestad espiritual sino por mandato o ley del mismo; después de los Apóstoles ciertamente, quienes por singular privilegio la tuvieron de Cristo, por lo cual ningún otro puede tenerla sino de Pedro» (p. 405. Traducción ligeramente modificada de acuerdo con el original latino).

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano

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