La falaz versión franquista de los hechos conducentes al acuerdo definidor del 18 de Julio (y III)

el Rey legítimo fue siempre el primero en apoyar y respaldar toda la intransigente y honrosa actuación que su Jefe Delegado había desplegado en tan delicados y difíciles eventos

Francisco Franco. EFE

Franco quiso también insertar una variante menos detallada, pero con idéntico espíritu general, de esta misma falaz descripción histórica oficial, al final de un Prólogo que escribió para una Obra Completa de Víctor Pradera (en realidad, una edición selectiva), publicada por el «Instituto de Estudios Políticos» a principios del susodicho año de 1945. Vuelve de nuevo a tomarla contra Fal Conde, motejándole esta vez de «jefe a la sazón del sector tradicionalista», pero reserva después un breve elogio a la actitud del «Augusto Abanderado Don Alfonso Carlos», lo cual no deja de resultar irónico, y confirma una vez más el desconocimiento absoluto por el militar gallego de los hechos cruciales preliminares al Alzamiento, pues precisamente el Rey legítimo fue siempre el primero en apoyar y respaldar toda la intransigente y honrosa actuación que su Jefe Delegado había desplegado en tan delicados y difíciles eventos, dándole la razón por completo.

En contestación a ese Prólogo, que tuvo mayor difusión al reproducirse en la Prensa, los javieristas hicieron circular un impreso compuesto de dos partes. En la primera se transcribía una carta de Zamanillo a Julio Muñoz Aguilar, que ejercía por entonces de «Jefe de la Casa Civil» de Franco, en la que corregía, conforme a las rectificaciones que hemos venido exponiendo, los errores vertidos en el texto de Franco, ya que «no es extraño que el Generalísimo –recalcaba el Delegado Nacional del Requeté–, dada la gran distancia a que estaba en aquellos momentos, no tuviera conocimiento personal y directo de los [hechos históricos referidos] y se haya tenido que valer ahora de informaciones de terceros: ellos sabrán con qué intenciones lo han hecho tan torcidamente» (Manuel de Santa Cruz, Apuntes, Tomo 7, p. 61). En la segunda parte de la circular, se agregaba un comentario anónimo, que rezaba así:

«La correcta carta del Sr. Zamanillo desmintiendo rotundamente las ligeras afirmaciones de Franco, primer caso en que un ciudadano se atreve a contradecir públicamente la cínica tergiversación de los hechos presentada por el Dictador a medida de su conveniencia personal, demuestra claramente muchas cosas que ya muchos sabíamos, pero que la mayoría del pueblo ignora todavía: Que Franco falseó el significado y los compromisos del Movimiento [= Alzamiento] Nacional, organizado y comenzado para salvar a España de aquel régimen de tiranía roja que sufríamos y desviado luego por él en un sentido totalmente antiespañol, al servicio y al dictado de normas y procedimientos extranjeros y para su exclusiva conveniencia y la del Partido Único que él acaudilla.

Habla, con la despreocupación y falta de respeto a la verdad que le caracterizan, de “Cuando se reconoció la necesidad y la urgencia del Movimiento”, y lo cierto es que esa necesidad y esa urgencia no las sentía ni las sintió él, que no sólo no estaba entre los organizadores ni le importaba el problema agobiante de salvar a España y de mantener su unidad y su fe, sino que puso precio a su adhesión y a su participación personal en el Alzamiento que había de mantener y defender esos principios básicos. No podía el General Mola exigirle, para tomar parte en el mismo, “que no tuviese la etiqueta de monárquico”, porque Mola sabía de sobra cómo pensaba Franco, su ambición de siempre y sus concomitancias y simpatías por la República, de la que había ido a sacar, para sí y para los suyos, el mayor beneficio posible. Franco no hizo “indicaciones” de ninguna clase, puesto que no había prestado aún su adhesión ni estaba entre los organizadores y directores del Movimiento; por esa razón no puede tampoco saber ahora la verdad de lo que en esas conversaciones ocurriera ni los términos acordados.

Franco traicionó el Movimiento como traicionó los sentimientos de los millares de navarros que fueron a él pensando en Dios y en España, y que luego, a cambio de su sacrificio, no recibieron del Caudillo de la Falange más que ingratitudes y desprecios y, en muchas ocasiones, una persecución de la que pueden dar testimonio las cárceles y los campos de concentración y las checas del Partido falangista que el General Franco acaudilla, y sostiene, no sólo en contra de la opinión de los navarros y de todos los españoles, sino también en contra del sentir y de la repulsa del mundo entero» (ibid., pp. 62-63).

Recordemos que toda esta operación de divulgar una versión oficial espuria de los prolegómenos del Alzamiento, tenía por fin empañar la imagen de la única fuerza monárquica (la única existente y verdadera, como lo era desde 1833, y como lo sigue siendo hasta ahora) que como tal había contribuido decisivamente a la realización del Alzamiento y al triunfo en la Cruzada de Liberación. De esta manera se intentaría hacer un poco menos chocante o escandaloso –si es que ello era posible– el hecho contradictorio de que Franco, viéndose precisado a recurrir en las circunstancias de la posguerra mundial al comodín de la «Monarquía» como medio que le ayudara a distanciarse de su anterior etapa fascistoide, se considerase no obstante a sí mismo igualmente «liberado» de tener que ajustarse, como era su obligación moral, a los deberes monárquicos dimanados del pacto fundacional del 18 de julio, prosiguiendo por el contrario liberalmente con su particular proyecto constituyente.

Uno de los discursos de aquel año en que Franco lanzaba la nueva idea en pro de la institución «monárquica», fue el que pronunció ante el Consejo Nacional de su Partido Politiquero el día 17 de julio. Al poco tiempo, fechada en el mismo mes, apareció una «Declaración de la Comunión Tradicionalista» que, en un tono en general algo menos tenso de lo habitual, aunque sin menoscabo de su firmeza en el pilar primordial de la legitimidad monárquica, acogía en principio con cierta esperanza esa aparente conversión de Franco a la «Monarquía», en cuanto presunta rectificación de todo su proceder anterior antagónico al genuino sentido del 18 de julio. En su último párrafo, concluía la Declaración: «la Comunión Tradicionalista no puede negarse a una inteligencia con el Movimiento que acaba de propugnar la Monarquía Tradicional por boca del Jefe del Estado. Si el Movimiento se proclama monárquico tradicionalista, con exclusión del Trono, como ha sido doctrina del Carlismo, “de toda rama autora o cómplice de la Revolución liberal”, no tendremos ningún inconveniente en renovar la antigua confraternidad de armas que unos cuantos advenedizos se esforzaron en romper. Nadie podrá tacharnos de desleales ni de no haber sabido aprovechar una coyuntura histórica propicia a la realización de nuestras aspiraciones. Si, una vez más, los resultados no están de acuerdo con la teoría de las palabras, la Comunión Tradicionalista proseguirá inconmovible su camino, porque es indestructible y no puede morir» (ibid., p. 67).

Desgraciadamente, se cumplieron las últimas palabras precautorias de la Declaración, y Franco persistió con su arbitraria deriva constituyente revolucionaria forjando una nueva República en cuyo vértice volvería a situar a la antidinastía liberal-isabelina. Hay que subrayar que la frase entrecomillada de la Declaración, que supone una consecuencia lógica de la preservación de la legalidad católico-monárquica española (o legalidad previa a la irrupción de la Revolución y de sus constitucionalismos), no es una invención de última hora, sino repetición de una línea de pensamiento contenida en anteriores documentos formales de la Causa carlista y reafirmada por sucesivos Reyes legítimos de las Españas.

En efecto, en El Correo Español, órgano oficial a la sazón del Rey Carlos VII, en su número de 29 de febrero de 1904, se publicaba un resumen de los objetivos de la Bandera católico-legal-realista bajo el epígrafe «Lo que queremos», redactado por el prócer carlista Manuel Polo y Peyrolón. En una de sus cláusulas se hacía el siguiente aserto: «Queremos en el orden político: La Monarquía pura, sin mezcla alguna de constitucionalismo parlamentario, cristiana y legítima, según la Ley [de 1713], en las líneas del Señor Don Carlos V, Abuelo de Don Carlos VII, y con exclusión, cuando se hayan extinguido, de toda otra rama [ex] borbónica, autora o cómplice de la Revolución liberal antiespañola, y del despojo y proscripción de la rama legítima». En el mismo número del diario, este documento venía acompañado por un breve «Autógrafo Regio» que refrendaba su contenido de este modo: «Aplaudo la propaganda que estás haciendo de nuestros salvadores principios; agradezco el servicio que prestas a la Patria, y pido a Dios que bendiga tus trabajos, y que el éxito corresponda a la fe cristiana y española con que los llevas a cabo. Tu afectísimo, Carlos. Venecia 4 Noviembre 1903».

Unos años más tarde, los Jefes jaimistas de los distintos Reinos españoles divulgaron un Manifiesto «al pueblo español», fechado el 20 de mayo de 1930, en que se incluía el siguiente párrafo: «El Gobierno supremo y general –origen, promotor y salvaguardia de todas las prosperidades de la Patria– debe ser para nosotros la Monarquía tradicional y legítima, cristiana, templada y representativa, según la Ley fundamental de Felipe V, de 1713, con exclusión, si se extinguieran las líneas de Don Carlos V, de toda otra rama autora o cómplice de la Revolución liberal» (El Cruzado Español, 23/05/1930). En otro «Regio Autógrafo» enviado a su Jefe Delegado el Marqués de Villores, y datado el 31 de mayo, el Rey de España D. Jaime avalaba aquella proclama diciendo: «He leído con interés el documento redactado por los Jefes regionales y Representantes de los Consejos y apruebo su espíritu»; y aseveraba en su último párrafo: «España ha sufrido mucho del exceso de parlamentarismo, y no debemos tener una fe excesiva en esa futura consulta popular. En cada Región obrarán mis leales según las conveniencias sociales; pero deben inclinarse siempre los míos a alianzas con elementos patrióticos amigos del orden y de la idea regionalista y que no sostengan a Gobiernos adversos a la dinastía legítima, cuyos derechos tengo yo el deber de defender enérgicamente» (El Cruzado Español, 13/06/1930. El subrayado es del texto original).

En fin, el Rey de España D. Alfonso Carlos, en su carta de 10 de marzo de 1936 al entonces Príncipe D. Javier de Borbón, en que le aclaraba la interpretación auténtica del Real Decreto de institución de la Regencia de 23 de enero de 1936, terminaba en su último párrafo con esta advertencia: «Te prevengo, además, que, según las antiguas leyes españolas, la rama de Don Francisco de Paula [= rama isabelina] perdió todo su derecho de sucesión por su rebeldía contra los Reyes legítimos, y la perdió doblemente Don Alfonso (llamado XII), para él y toda su descendencia, por haberse batido al frente de su Ejército liberal contra su Rey Carlos VII, y así la perdieron los Príncipes que reconocieron la rama usurpadora» (Tomado de Fernando Polo, ¿Quién es el Rey?, Editorial Tradicionalista, 21968, pp. 161-162).

Félix M.ª Martín Antoniano 

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