Los dos incompatibles deberes de derecho natural atribuidos a la potestad política respectivamente por los Magisterios pre y postconciliar (y III)

Pío IX / La Stampa

Según el Magisterio preconciliar, vimos que en algunas situaciones la autoridad política, por demanda del bien común, no sólo puede sino que debe no impedir a los infieles manifestar el error religioso, estando capacitada incluso para concederles un «derecho civil» en que se plasme esa debida permisión provisional. Así pues, el fundamento de ese «derecho civil» es diametralmente distinto del que subyace a aquel otro que el Concilio manda que se implante en los ordenamientos jurídicos. En el Magisterio tradicional, el «derecho civil», una de las opciones a través de las cuales puede el poder político reflejar su eventual obligación de tolerancia, tiene su origen en un mero dictamen de la prudencia gubernativa, el cual ciertamente puede en algunas ocasiones generar un imperativo de conciencia, suscitando en el gobernante un deber moral de prudencia. En cambio, en la doctrina conciliar, ese «derecho civil» dimana de un deber moral de justicia, puesto que tiene su base en un nuevo derecho natural previo –definido como tal por el Concilio– que la autoridad política forzosamente tiene que reconocer en su normativa legal.

Nos resta dilucidar en qué consisten esos «límites debidos» que han de modular el derecho a la libertad religiosa. En la Dignitatis humanae se hablaba de la salvaguarda del «justo orden público». Esta expresión creó al instante un fuerte debate sobre su verdadero alcance. Por ejemplo, Eustaquio Guerrero S. J., en su artículo «El significado de “orden público” en la declaración sobre libertad religiosa», estampado en la benemérita revista Verbo (n.º 45, 1966), presentó la idea de que había que identificarla directamente con el «bien común», a pesar de que en el texto conciliar aparecen ambas nociones netamente diferenciadas. Conservándose esta distinción, se ha terminado oficialmente por aceptar asimismo el «bien común» como pauta adicional para la especificación de los «límites debidos», tal como lo muestra el Catecismo postconciliar: «El derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo ilimitado (cf. Pío VI, breve Quod aliquantum), ni limitado por un “orden público” concebido de manera positivista o naturalista (cf. Pío IX, Carta enc. Quanta cura). Los “justos límites” que le son inherentes deben ser determinados para cada situación social por la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil según “normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo” (DH 7)» (§2109. Hemos variado ligeramente la última cita entrecomillada para ajustarla completamente al documento conciliar). Y en otro lugar, confirma: «El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa (cf. DH §2). Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público (cf. DH §7)» (§1738. El subrayado es suyo).

Nos encontramos de nuevo, pues, con el criterio del «bien común» (aunque con una significación y naturaleza distintas, como veremos en el párrafo siguiente), a través del cual el poder político podrá y habrá de regular ese derecho natural a la libertad religiosa. En el Magisterio preconciliar, partiendo del deber natural de la autoridad de constreñir a los infieles en sus manifestaciones del error religioso, la prudencia, de acuerdo con las exigencias del bien común, podía facultarle, y hasta ordenarle, en determinadas circunstancias, la tolerancia o no represión de esas manifestaciones, produciéndose así una situación equivalente en la práctica (no en el fundamento, como hemos resaltado antes) a la que emergería de una política que implementase el derecho conciliar a la libertad religiosa, derecho que implica el consiguiente deber natural de la potestad política de no impedir a los infieles dicha exteriorización de sus errores.

Cabe preguntarse ahora cuál podría ser el alcance máximo de esos límites a la libertad religiosa aplicables por la potestad, una vez determinados «por la prudencia política, según las exigencias del bien común». ¿Sería posible llegar en la práctica a una situación equivalente a la del punto de partida preconizado por el Magisterio tradicional, esto es, una situación en la que la potestad pública estuviese autorizada para reprimir a los infieles, por razón del bien de los fieles? La respuesta que se desprende del texto conciliar y su interpretación por el Magisterio postconciliar, es claramente no. La Declaración conciliar se cuida de definir lo que constituye un elemento esencial del bien común, de tal forma que su ausencia no podría justificarse por «exigencias del bien común». De esta manera, se fija, por así decirlo, un límite a la limitación del derecho a la libertad religiosa. Traigamos algunos enunciados de la Declaración como muestra: «la autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos; pero excede su competencia si pretende […] impedir los actos religiosos» (§3). «Puesto que el bien común de la sociedad […] se asienta sobre todo en la observancia de los derechos y deberes de la persona humana, la protección del derecho a la libertad religiosa concierne […] a las autoridades civiles […] teniendo en cuenta su […] obligación para con el bien común. La protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil. Debe, pues, la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos» (§6). «Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos» (§6).

¿Dónde debe aplicar, entonces, la autoridad política prudencialmente su limitación del derecho a la libertad religiosa? Solamente en el ámbito de lo moral y el orden público, debiendo prestar protección a la sociedad «contra los abusos que puedan darse bajo pretexto de libertad religiosa», no de manera arbitraria, «sino según normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo. Normas que son requeridas por la tutela eficaz de estos derechos en favor de todos los ciudadanos y por la pacífica composición de tales derechos, por la adecuada promoción de esta honesta paz pública, que es la ordenada convivencia en la verdadera justicia, y por la debida custodia de la moralidad pública. Todo esto constituye una parte fundamental del bien común y está comprendido en la noción de orden público» (§7). ¿Cómo conocemos ese orden moral objetivo? Por la Iglesia Católica, que «es la maestra de la verdad, y su misión consiste en anunciar y enseñar auténticamente la verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (§14). Por lo tanto, podemos decir que el derecho a la libertad religiosa implica el deber natural de la autoridad civil de no impedir, en la comunidad política, a los infieles la manifestación, de palabra o de obra, de sus errores religiosos, sin perjuicio de que, por exigencias del «bien común» (entendido de aquella novedosa forma), pueda y deba restringirla prudencialmente cuando integrase componentes contrarios a la moral natural y vulneradores del orden público. El Papa Benedicto XVI lo condensó nítidamente cuando definió el concepto de «sana laicidad» en su Discurso al 56º Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, pronunciado el 9 de diciembre de 2006: «la “sana laicidad” implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre [= no impedido] ejercicio de las actividades de culto –espirituales, culturales, educativas y caritativas– de la comunidad de los creyentes». (Traducción tomada de la versión castellana ofrecida en la página digital de El Vaticano).

En conclusión: en el Magisterio preconciliar se proclama el deber natural de la autoridad de cohibir en la comunidad política las exposiciones que los infieles hagan, por palabra u obra, de sus errores religiosos, discriminándolos en este punto en relación con los fieles, salvo que en determinadas circunstancias el juicio prudencial recomiende, y aun preceptúe, por causa del bien común, la tolerancia o no constricción de esas exposiciones, permitiéndosele al poder público aplicarla no sólo a título de precario sino también mediante el otorgamiento de un «derecho civil», creándose dentro de estos casos en la práctica, sobre este particular, una momentánea indiscriminación entre fieles e infieles. En el Magisterio pastoral postconciliar, por el contrario, se proclama el deber natural de la autoridad de no cohibir en la comunidad política las exposiciones que los infieles hagan, por palabra u obra, de sus errores religiosos, no discriminándolos en este punto en relación con los fieles, y siempre y cuando esos errores no lleven también adjunto algún ingrediente contrario a la moral natural y perturbador del orden público, en cuyo caso la autoridad estará habilitada para limitar (nunca proscribir totalmente), mediante juicio prudencial, por causa del «bien común», dichas exposiciones. Este deber instaurado por el Concilio pastoral no nace por razón de simple prudencia, sino de estricta justicia, ya que es consecuencia del derecho natural de la persona humana a la libertad religiosa, el cual tiene que ser reconocido por la autoridad política como «derecho civil» en sus cuerpos legales.

El Magisterio preconciliar mantiene que la autoridad política tiene un deber natural de intolerancia para con los infieles, quedando suspendido únicamente en aquellas circunstancias en que la prudencia regnativa ordene, en atención al bien común, una transitoria política de tolerancia. El Magisterio pastoral postconciliar pregona que la autoridad política tiene un deber natural de tolerancia para con los infieles, correlato de un derecho natural a la libertad religiosa cuyo ejercicio no puede impedir o negar con tal que no se vea afectado el justo orden público, concebido, no de manera positivista o naturalista, sino conforme a la objetiva moral natural. El alcance de esa limitación –que jamás puede llegar a anulación– del derecho, habrá de determinarla para cada situación social la prudencia regnativa, en atención a un «bien común» condicionado por la necesaria preservación e inviolabilidad de ese derecho.

En el Magisterio preconciliar la autoridad política tiene el deber de justicia de emprender una política discriminatoria de intolerancia ante los infieles en consideración al bien espiritual de los fieles, excepto en determinadas circunstancias en que, con vistas al bien común, puede hasta llegar a tener el deber prudencial de emprender una política indiscriminatoria de tolerancia para fieles e infieles por igual. En el Magisterio pastoral postconciliar la autoridad política tiene el deber de justicia de emprender una política indiscriminatoria de tolerancia para fieles e infieles por igual, en virtud de un erigido derecho natural de la persona humana a la libertad religiosa. Tiene el deber de justicia de limitar el ejercicio de ese derecho cuando atente al orden público basado en el objetivo orden moral natural. Tiene el deber prudencial de determinar la extensión de esa justa limitación así definida, con vistas a un «bien común» cualificado que prohíbe por principio y de antemano que se pueda llegar jamás hasta una política discriminatoria de intolerancia ante los infieles en consideración al bien espiritual de los fieles.

En 1966 varios profesores jesuitas de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia Comillas (Madrid), publicaron a través de la Editorial Razón y Fe (responsable también de la impresión del órgano homónimo de la Compañía en la Provincia española) un volumen titulado La libertad religiosa. Análisis de la Declaración «Dignitatis humanae», en el que evidenciaban la disparidad entre la doctrina tradicional y la conciliar, aunque disimulándola verbalmente con los consabidos eufemismos de «evolución», «progreso» o «desarrollo». Su compañero de Orden, Martín Prieto Rivera S. J. († 1993), reaccionó con un interesante artículo crítico estampado en la benemérita revista Verbo (n.º 58, 1967) que llevaba por rótulo «Diálogo con algunos autores del calificado como el “mejor libro” sobre la libertad religiosa». En su último epígrafe, destinado a sus conclusiones, escribía Prieto Rivera:

«No hay contradicción entre la doctrina de los anteriores Papas y el Concilio Vaticano II. Pero entre la doctrina de los Papas y ciertas interpretaciones del Concilio es evidente la contradicción, o por mejor decir, la contrariedad:

“El Estado católico tiene obligación en conciencia de impedir la difusión del error religioso” (Los Papas anteriores).

“El Estado tiene la obligación en conciencia de no impedir la difusión del error religioso” (Interpretaciones conciliares)» (p. 551. El subrayado es suyo).

El problema es que la segunda afirmación entrecomillada, sostenida en esencia por los autores del susodicho volumen, y que Prieto Rivera juzgaba simplemente como una «cierta interpretación del Concilio» particularista, constituye en realidad el único sentido patente y literal de la Declaración pastoral; el único sentido que se deriva de esa innovadora y decisiva institución del «derecho a la libertad religiosa».

Félix M.ª Martín Antoniano           

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