San Esteban, el primer mártir de la era cristiana, nos da ejemplo de una esperanza heroica. Cuando sobre su cuerpo llovían las piedras que le iban abriendo camino a su alma, veía al Señor en lo más alto del Cielo, sedente a la diestra del Padre, que, le esperaba para estrecharlo en un eterno abrazo, como a nosotros también nos espera Nuestro Señor.
¡Con qué alegre Esperanza entregaba su vida! En vez de proferir maldiciones y declamar venganzas, rezaba perdonando e intercediendo. Tanto valieron sus oraciones, que nos alcanzaron la conversión de Saulo. Porque Dios ama y premia a quién da con alegría: “Hilarem datorem diligit Deus” (II Cor IX- 7)
Tenemos también el ejemplo admirable de alegría en la Esperanza que nos dio San Lorenzo, cuando por orden de Valeriano, le asaban vivo sobre una parrilla. En medio de los sufrimientos atroces en su cuerpo, con mucho gracejo, tuvo fuerzas para decirle al verdugo: «Ya estoy asado por un lado. Ahora que me vuelvan hacia el otro para quedar asado por completo». El verdugo mandó que lo girasen y así se quemó por entero. Cuando sintió que ya estaba totalmente asado se burló: «La carne ya está lista: ¡a comer!», y exhaló su último suspiro, un grito de esperanza.
La persecución que sufre hoy la Cristiandad no es una profecía, es una cruel, y tal vez muy pronto, cruenta realidad. Desde el Génesis la serpiente pone acechanzas al linaje de la Mujer, por lo que la tribulación actual no es de hoy. Es que ahora, simplemente, nos toca padecerla a nosotros, y es digno de asombro, el asombro de tantos. Cuando, negro sobre blanco San Lucas nos lo dejó escrito: «os perseguirán, os entregarán a las sinagogas y seréis encarcelados; os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto os sucederá para que puedan dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa».
San Pedro, el Pontífice que Nuestro Señor eligió para fundar su Iglesia exhortaba a los cristianos de Roma en su primera epístola: «Pongan al servicio de los demás los dones que han recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. El que ha recibido el don de la Palabra, que la enseñe como Palabra de Dios. El que ejerce un ministerio, que lo haga como quien recibe de Dios ese poder, para que Dios sea glorificado en todas las cosas, por Jesucristo.
Queridos míos, no se extrañen de la violencia que se ha desatado contra ustedes para ponerlos a prueba, como si les sucediera algo extraordinario. Alégrense en la medida en que puedan compartir los sufrimientos de Cristo. Así, cuando se manifieste su gloria, ustedes también desbordarán de gozo y de alegría. Felices si son ultrajados por el nombre de Cristo, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. Que nadie tenga que sufrir como asesino, ladrón, malhechor o delator. Pero si sufre por ser cristiano, que no se avergüence y glorifique a Dios por llevar ese nombre».
En esa entrega, en ese dar y darnos, debemos seguir las orientaciones de san Pablo «Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría»
La generosidad de cada uno de vosotros tiene mucho de divino porque su raíz está en el mismo Dios. Él nos lo ha otorgado todo, gratuitamente, sin merecerlo: «todo es gracia». La generosidad es una fuente inagotable de felicidad, el dar nuestro tiempo, capacidades, bienes materiales, a quienes lo necesiten, pero especialmente, a quienes ni siquiera nos lo retribuirán con un delicado muchas gracias, porque «tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt VI) Esa es la recompensa a la que aspira nuestra Esperanza. Dar y darnos por la Santa Causa, es una vocación que debe llenarnos de entusiasmo para militar sin perder un momento: alegres en la Esperanza.
Los mártires de la Tradición a lo largo de la historia nos han dado innumerables ejemplos de esta alegre Esperanza, dando la vida por aquello que los mundanos consideran causas perdidas. Firmes en la fe fueron invencibles porque llegaron incluso a agradecer a quienes les martirizaban por otórgales un pasaporte para el Cielo si una bala les hacía traspasar el umbral entre lo temporal y lo eterno, pasar de esta tierra al Cielo. Popular era el refrán entre los enemigos según el cual “nada era más temible que un requeté recién comulgado”, porque iban a la muerte con la certeza de ir al Cielo, despreciando las seducciones de la triple concupiscencia.
Ceñían sus sienes, sin camuflajes, con la boina colorada; llamarada de un corazón que ardía en el fuego del Espíritu de un nuevo Pentecostés, renacido en la alegría de la Esperanza, de quien sabe que la victoria ya es de Cristo. Él venció el pecado y la muerte con su resurrección, y para compartir su victoria eterna nos toca morir cada día a nosotros mismos, en un combate sin tregua hasta el último suspiro. Alegres en la Esperanza vivían y morían. Luchaban y trabajaban, lloraban y reían.
En los meses iniciales de la Cruzada del 36, el socialista Indalecio Prieto observó que los de su bando, cuando eran asediados, no tardaban en rendirse, mientras que sus enemigos resistían con tenacidad heroica hasta morir. Han quedado para la Historia, entre otros, los casos del Alcázar de Toledo, del cuartel de Simancas y de Santa María de la Cabeza. La clave de esta diferencia de actitud la encontró el propio Indalecio Prieto que observó cómo los requetés confesados y comulgados iban al frente cantando y morían rezando por Dios, por la Patria y el Rey, a diferencia de sus enemigos revolucionarios que no tenían motivos trascendentales para dejarse el pellejo o vender cara su vida.
Los ateos, que no tienen Esperanza, se ponen muy tristes cuando han de renunciar a los goces temporales. ¡Cuánta congoja en el corazón de los que no albergan la alegría de la Esperanza! No tienen caridad suficiente como para ofrecer su sangre por una revolución social ni son capaces de abandonar a su familia para defender el sillón de un tirano. Tampoco tienen fe como para entregarse en pro de la veleidad de un proletariado feliz. Ni por otras utopías antiguas o distopías actuales, como son el ecumenismo modernista, el trilema masónico de libertad, igualdad y fraternidad, el laicismo liberal, la banca capitalista, la ONU o la sociedad de consumo, cybercomunidades o capitalismos tecnológicos. Y es normal, la Esperanza es una virtud sobrenatural que no poseen quienes no están en gracia, sin la cual no podemos nada; nada sin Dios.
Debemos echar la simiente en este crudo invierno si queremos cosechar cuando llegue la primavera. Ahora es cuando el grano de trigo debe morir en el surco, para multiplicar en la espiga los talentos bien granados. Ahora es cuando debemos morir a nosotros mismos, corazones fecundos de esperanzas que verán germinar su cruento o incruento testimonio, porque la sangre de los mártires siempre ha sido semilla de cristianos. Para ello, dejemos en el surco el amor propio, las ideas propias y la propia voluntad, haciendo nuestro el plan de amor de la Providencia. San Juan nos advierte en su Evangelio: XII-25) El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna.
Ahora debemos dar la cara, cuando la mayoría se acobarda y se esconde. Hoy, mientras la desesperación se apodera de la sociedad que ya no espera nada trascendente. Rumiando derrotas narcotizan sus tristezas, no están dispuestos a hacer nada por el bien común, protegen a toda costa su confort con calefacción y aire acondicionado; critican con acritud los entusiasmos y las ilusiones, los ideales y las pretensiones, de los que no solo rezan para que «venga a nosotros tu reino» sino que se ponen manos a la obra alegres en la Esperanza. Atados al televisor y los ansiolíticos, mientras acarician a su mascota, miran con horror a las familias numerosas que viven en sus hogares, alegres en la Esperanza. Hoy la más terrible de todas las bombas atómicas, la desesperanza, ha atomizado en miríadas de individuos el armonioso cuerpo social que encarnaba nuestra civilización cristiana. Hoy es cuando cimentados en la Fe debemos proyectarnos desde la tierra al Cielo, alegres en la Esperanza, y así, tal vez en aparente derrota tras derrota iremos hasta la eterna victoria, “per crucem al lucem”.
El Señor espera que cada uno de nosotros ponga en acto esos talentos que están en potencia en nuestros corazones. Distraídos en futilidades cometemos muchas omisiones. Ensimismados en nosotros mismos dejamos pasar preciosas ocasiones que no volverán jamás a repetirse. Absortos en nuestros laberintos imaginarios y jeremiadas sentimentales; distraídos frívolamente de lo esencial por una infinidad de banalidades, tratando de agradar al mundo y a Dios, buscando a cualquier precio el consenso, siendo amigos de los adversos para evitar, por principio, la confrontación. En esas andamos y no nos percatamos de las oportunidades reales que tenemos para poner en acción nuestros carismas, nuestros talentos, que Dios espera que multipliquemos con viva caridad, dinámica y activa.
No enterremos los talentos, no perdamos más el tiempo. Sacudámonos la contagiosa desesperación de los vencidos, la tibieza de los mediocres, el derrotismo de los tristes, las excusas de los perezosos y militemos alegres en la Esperanza. Con San Pablo recordemos: “Y todo esto, por amor a la Buena Noticia, a fin de poder participar de sus bienes. ¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corred, entonces, de manera que lo ganen. Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible. Así, yo corro, pero no sin saber adónde; peleo, no como el que da golpes en el aire. Y con los valientes requetés: “disparemos mucho y bien, pero sin odio”, ya las siluetas de los enemigos se perfilan entre la niebla del confusionismo.
A la luz del Evangelio de Caná de este segundo domingo de Epifanía, pongamos nuestros talentos a disposición del Señor, los carismas que la epístola enumera, y todo lo demás. Llenemos de agua nuestros odres, y se sorprenderán todos con el mejor vino. Movamos la piedra que cierra el sepulcro de Lázaro, ya el Señor le llamará a la vida. Pongamos a su disposición cuantos panes tengamos y los peces que traigamos y veremos así maravillas, colaborando con el Señor, alegres en la Esperanza.
Todos los colaboradores y lectores de La Esperanza estamos llamados a ser “actores” de esa virtud, porque si la fe sin las obras es una fe muerta, la esperanza sin testimonio, estará perdida. Militemos considerando el honor que el Señor nos hace a “instaurare omnia in Christo” conscientes que nuestro es el combate y suya la victoria.
María Santísima es toda la razón de nuestra Esperanza, al fin su Corazón Inmaculado triunfará.
P. Don José Ramón García Gallardo, Consiliario de la Comunión Tradicionalista