¿Nacionalismo o patriotismo?

EFE

Dietrich von Hildebrand, a quien el papa Pío XII llamaba «el Doctor de la Iglesia del siglo XX», escribió unas páginas para diferenciar al «nacionalismo» del «patriotismo» que nos parecen interesantes.

¿Qué es el nacionalismo?, se pregunta von Hildebrand: Se trata de un tremendo error que existe en diversos grados: desde la identificación de la nación con el Estado hasta la idealización de la nación, convirtiéndola en el principal criterio de la vida en su conjunto y haciendo de ella el fin último y el bien superior.

El patriotismo genuino y el nacionalismo son tan diferentes entre sí como el amor propio auténtico y divinamente ordenado lo es del amor propio egoísta. El patriotismo genuino y el amor genuino a la nación a la que se pertenece —dos conceptos que no son en absoluto idénticos— son ambos moralmente positivos e incluso actitudes imperativas, al igual que todo amor recta y divinamente ordenado. En primer lugar, ese amor afirma el valor que reside en la comunidad nacional en cuanto tal, considerada como un espacio espiritual con un carácter cultural individualmente distintivo, un espacio en el que el individuo ha sido situado (por lo general, no como resultado de ningún esfuerzo por su parte) y que lo sostiene y alimenta como suelo espiritual.

La afirmación del valor general que reside en la nación en cuanto tal, y que adquiere una forma vívida y concreta en cada persona con respecto a su propia nación, incluye un sentimiento especial de pertenencia a la nación de la que se es miembro, el amor a la «idea divina» que representa esa nación concreta, una familiaridad y una solidaridad especiales con ella, la gratitud hacia todo lo que de ella se recibe, el especial conocimiento que se posee de ella y, finalmente, la misión que cada uno recibe por su pertenencia a la misma. Todos estos elementos están contenidos en el patriotismo genuino, así como en el amor auténtico a la propia nación.

Esta actitud, continua von Hildebrand, implica a su vez reconocer a toda nación extranjera en su carácter particular como algo justo y valioso. Naturalmente, el amor de una persona hacia su propia nación será mayor, más intenso y de una naturaleza diferente. Pero toda persona que se niegue a conceder a otras naciones el derecho a desarrollarse libremente, que defienda que puede ignorar sus derechos y justos deseos, y que piense que puede pisotearlas si eso beneficia a su país, contradice el fundamento mismo que valida su amor hacia su propio país. Es —por decirlo claramente— incapaz de amar de verdad a su país. Su conducta ya no es resultado del amor, sino del egoísmo colectivo o, mejor dicho, del nacionalismo.

La principal característica del nacionalismo es, pues, un egoísmo colectivo que prescinde del respeto y el interés hacia las naciones extranjeras y valora los derechos de la propia nación de acuerdo con valores diferentes de los que aplica a otras naciones. No ve la viga en el ojo de su propio país: sólo ve la paja en el ojo de los países extranjeros. Este error fundamental lleva a no reconocer que las naciones se necesitan unas a otras, incluso desde una perspectiva meramente cultural; que las naciones están creadas para bien mutuo; y que enfrentar a la propia nación contra otra y caer en el engaño de la autosuficiencia cultural de toda nación, vacía y hace estéril el genio de la propia nación.

El nacionalismo está también presente allí donde la nación se sitúa por encima de comunidades de un valor superior, tales como comunidades más grandes de pueblos o como la humanidad en su conjunto. El nacionalista, por ejemplo, defiende que el bienestar de su propio país es más importante que el «bonum commune» de, por ejemplo, el conjunto de países del Viejo Mundo o incluso el de la humanidad. También aquí es evidente el egoísmo colectivo. Esta perversión alcanza su cima cuando la nación se sitúa por encima de la comunidad superior a todas, es decir, la comunidad sobrenatural de la Iglesia entendida como cuerpo místico de Cristo.

Otra expresión del nacionalismo es considerar al individuo un mero recurso que explotar por la nación. En cuanto el bien y el mal de una nación, o incluso su simple existencia, se sitúan por encima del alma inmortal del ser humano, de su alma inmortal y de su salvación, la auténtica jerarquía de bienes queda invertida y se es víctima de la herejía del nacionalismo. Quien considera la unidad de la nación como el vínculo último y fundamental de la comunidad y no mantiene que la unidad de los miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo constituye una unidad más auténtica, más profunda y más viva, cae también en el error del nacionalismo. Quien no ve en los demás antes y por encima de todo un alma creada por Dios y para Dios, ya ha sucumbido a esa herejía; y lo mismo se puede decir de quien ve a un alemán, a un francés o a un italiano antes que a un ser humano con quien comparte el profundo vínculo de un gran destino común, que incluye el nacimiento, la muerte y la condición de criatura personal, y la ordenación a la eternidad.

El amor del nacionalista, concluye von Hildebrand, no es un amor superior, sino inferior e impuro. En esencia, no es amor: es autoafirmación, deseo de poder, ansia de prestigio y autoglorificación. No hay sacrificio hecho por la nación en tiempo de guerra que pueda cambiar esta realidad. El nacionalista es incapaz de un amor genuino, porque el amor al bien sólo es genuino en la medida en que participa del amor con que lo ama Dios.

P. Juan María Latorre, Círculo Sacerdotal Cura Santa Cruz