La contemplación de los misterios de la Pascua de Resurrección, cuyo ciclo va a completarse el próximo sábado, nos conforta y nos conforma en el triunfo de la Nueva Alianza, dejando atrás todo el orgulloso y pérfido legalismo de quienes, según San Hipólito de Roma, «han sido oscurecidos a los ojos del Señor con una oscuridad total y definitiva». Precisamente en este tiempo de Pascua de Resurrección han vuelto a estallar en Jerusalén las llamas del odio y la destrucción, por parte de quienes se empeñan en ese vano orgullo talmúdico, que la Crucifixión, la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés vencieron.
En efecto, la enésima escalada de tensión en los territorios ocupados se ha precipitado por culpa de una política atroz de ocupaciones y expulsiones, que busca la judaización de Jerusalén desde el inicio de los asentamientos ilegales. El supuesto laicismo del sionismo, que por ello se granjeó todas las simpatías de la izquierda y la extrema izquierda, se abraza en este afán con el supremacismo talmúdico.
Más acá de cualquier interpretación escatológica, la judaización de Jerusalén es un signo de la poca entereza de los católicos. Jerusalén hace mucho tiempo que dejó de ser el Ομφάλος, el umbilicus mundi para los cristianos, representada con toda su carga teológica en el mapa Orbis Terrarum. El diálogo interreligioso ha reducido toda la diplomacia de la Santa Sede a una labor de tibia intermediación irenista. Los deberes para con Tierra Santa han quedado en el olvido.
Es un signo de la indigencia intelectual y moral de quienes con la excusa de una supuesta respuesta al islamismo agitan entusiasmados la bandera del Estado sionista. En sus filas algunos llevaban pañuelos palestinos hace dos días. Admiran a un Estado que España no reconoció hasta la segunda mayoría absoluta del PSOE en 1986 y que ni siquiera la UCD se planteaba reconocer.
En febrero de 1895 Carlos VII peregrinó a Tierra Santa. En carta al Marqués de Cerralbo, por aquel entonces su gran confidente, señalaba que desde la cima del Gólgota había jurado luchar por el triunfo de Cristo y de la Unidad Católica y que, al ver mezclados a los sacerdotes católicos con tantas sectas, había sentido deseos de ser cruzado por la religión. Pese a las flaquezas, los desvaríos y las traiciones mantenerse en la lealtad a ese juramento también puede ser un signo de que el Carlismo sigue estando donde tiene que estar.
Luis de Castro, Círculo Carlista Marqués de Villores