La democracia demoníaca

Moncloa, B, Puig de la Bellacasa

En el año 1988 se estrenaba la película de José María Tudirí titulada Crónica de la guerra carlista. En cierto momento, aparece en escena un sacerdote en sotana predicando en vascuence desde el púlpito a sus fieles un encendido sermón contrarrevolucionario y antidemocrático. En este sermón les dice: «Lucifer fue el primer liberal, que dio el grito de libertad e igualdad en el cielo y su bandera hondeó entre las huestes angélicas. El fue el primero que reclamó sus derechos individuales proclamándose independiente e igual a Dios mismo. El ángel rebelde fue el primer revolucionario y el primer demócrata. Adán y Eva fueron sus seguidores, seguidos por sus posteriores generaciones: los sicarios del gobierno revolucionario. ¿Elecciones? ¿Elecciones, queridos feligreses? ¡Bayonetas! ¡Bayonetas y bayonetas! ¡Nada de poesías! La llave del problema está en la punta de la espada».

¡La democracia, decía Heródoto, quede para los enemigos! Porque no es más, dice Platón en la República, que un manto multicolor de flores bordadas que niños y mujeres contemplan como hermoso. Pero poco más.

Y es que, democracia y demonio van de la mano. Siempre han ido de la mano, Pues la democracia no es otra cosa sino la rebeldía contra Dios, la usurpación de su trono, la creencia de que la soberanía reside en el pueblo y que, la verdad y la mentira, el bien y el mal, nacen del consenso de la mayoría. Esta idea ya fue condenada por Pío IX en Quanta cura, al decir: «No es verdad que la voluntad del pueblo, manifestada por la opinión pública o de cualquier otra manera, constituya la ley suprema, independiente de todo derecho humano y divino».

La democracia y la rebelión angélica tienen un interesante punto en común: la soberbia. Si el pecado angélico por excelencia es la soberbia, ésta es la característica central de la democracia. No sólo se arroga el poder de determinarse a si misma y al pueblo con sus leyes, sino que, además se erige como la única forma de gobierno posible. Los regímenes no democráticos son, para la misma democracia que se ha constituido en ley y fundamento de la moral, inmorales e indecentes, sin derecho a existir, y la democracia ya no es más un régimen entre otros, una forma de gobierno entre otras muchas (como la monarquía o la aristocracia en el caso de Aristóteles) sino la única forma de gobierno posible y legítima.

Así, tal democracia no es un régimen que se prefiera al de otros por razones técnicas, de oportunidad, de número, razones prácticas, de conveniencia política… sino el único posible. Y tampoco es un régimen que se pueda enmendar o suprimir por razones importantes (como dice santo Tomás citando a san Agustín, en el caso de que el gobierno esté formado por personajes escandalosos y criminales o que el pueblo elector se ha depravado) sino que subsiste por sí misma porque no hay otra fuente de soberanía y legitimidad. Por ello, todo ataque a la democracia es denostado, perseguido y condenado.

Así, lo justo queda definido por ella misma: para la democracia la justicia política se define por la democracia y la injustica por la ausencia de ella. No existe otro criterio ni vara de medir que este: tal nación es democrática o no lo es.

Esta democracia, a la que Jean Madiran llamará la democracia moderna, es la que se ha asentado y amenazado la estabilidad de nuestro país. Y ello con la complicidad de la Iglesia (cosa que no debe sorprendernos pues muchas veces en la historia la Iglesia ha abrazado a sus enemigos). La democracia se confiesa a ella misma, como han dicho varios miembros destacados del episcopado español en estos días en los que se ha conmemorado la execrable constitución que se nos impone, como factor histórico que hizo posible la instauración democrática en España después de la muerte de Francisco Franco.

En estos días, de tanta confusión y bullicio ideológico, nos conviene tener en cuenta este dato. Luchar contra la democracia es estar en el bando bueno, es luchar contra la tentación luciferina de libertad, es construir la Ciudad de Dios, estar en el bando vencedor y el único camino posible para devolver el trono usurpado a Nuestro Señor Jesucristo.

P. Juan María Latorre, Círculo Sacerdotal Cura Santa Cruz