Hubo un tiempo, se lo juro, en que no había teléfonos móviles; también hubo un tiempo, bastante menos lejano, en que salíamos a la calle sin mascarilla, pero entiendo que esto sea más difícil de imaginar. La maquinaria burocrática, publicitaria y periodística de la mejor dictadura que han parido los siglos, la sociedad de consumo, trabaja tan eficientemente que no solo es el propio ciudadano quien ejerce hoy de policía motu proprio ante los incívicos «desenmascarados» (permítanme que nos ahorre a todos el bastardo neologismo «desenmascarillado») si no que el reblandecimiento de los sesos del personal es tan grave que ya hay quien lleva mascarillas de diseño. ¡Vivan las cadenas!
En algún momento yo también me creí que lo de las mascarillas era una medida transitoria de lo más álgido de la crisis (que no adjetivaría, necesariamente, como «sanitaria»); pensaba que la mascarilla tenía por finalidad, en efecto, impedir (o, al menos, dificultar) el contagio y que, a su debido tiempo, se suprimiría (o, al menos, su obligatoriedad). Pero, evidentemente no debe servir sólo para evitar los contagios, por cuanto resulta tan obligatorio llevarla para el paseante dominguero de las Ramblas como para el montañero solitario del Monte Perdido; tanto a las 12 de la mañana en la Puerta del Sol, en pleno centro de Madrid, como a las 4 de la madrugada –supuesto que se pueda salir- en las afueras de Illán de las Vacas –célebre municipio español por su población de solo 5 almas-
Pero hay un signo, para mí más claro, de que la mascarilla no tiene (ya) mucho que ver con la salud y, aún más, que ha llegado para quedarse, lo que he decidido llamar: «principio del saco de dormir». Me explico y cuando termine, me dirán sin duda que había muchos ejemplos mejores que el del saco de dormir pero, verán, honestamente: los odio de manera casi irracional.
Cuando Sean Thornton, interpretado por John Wayne, llega desde Pittsburg al idílico Innisfree (Irlanda) de su niñez, en la absolutamente encantadora «El hombre tranquilo», una de las cosas que más llama la atención a sus habitantes –en particular, del entrañable Michaleen Flynn- es un «saco para dormir». «Miren, miren esto», les dice un Flynn agitado como un niño a dos colegas del Pub «es un saco ¡para dormir! Dejen que les enseñe cómo funciona.»
El avisado espectador moderno quizá reaccionará con algo así como: «¡Valiente imbécil! Pues, se abre, se mete uno dentro, se cierra y se duerme.» ¡Ah! Pero es que, quizás, para un sencillo irlandés de pueblo de mediados del siglo XX, no es tan obvio. A lo mejor no acierta a ver la (discutible) identidad en cuanto al fin entre el saco y un honesto juego de sábanas. Les recuerdo, además que, el saco de dormir (se inventara para lo que se inventara; lo ignoro), es un artefacto muy útil –qué duda cabe- y extremadamente útil en tiempos de guerra y es sin duda en el ámbito castrense donde primero se extendió –con toda lógica- su utilización; y a los militares se les supone, generalmente, una cierta gravedad. No es, por tanto, absurdo el asombro de aquellos tres irlandeses al imaginarse a un hombre hecho y derecho como Sean, o a un soldado hecho y derecho cualquiera, durmiendo en esa especie de canelón de tela –cuando no de plástico-, estampa que convierte al hombre más cabal en una especie de pupa o crisálida humana –lo que es casi un monstruo de ciencia-ficción- es decir, en castellano leal, en un auténtico capullo.
Nadie puede negar las evidentes ventajas de tener a mano un saco de dormir cuando circunstancias extraordinarias le impiden a uno disfrutar del discreto lujo de un colchón y de unas sábanas. Pero convendrán conmigo en que tales circunstancias son, amén de extraordinarias, en principio y lo más frecuentemente, indeseables, v.gr.: el citado descanso del soldado en tiempo de guerra, el trabajador que, persuadido de pertenecer a la «clase media», se resigna a disfrutar de sus «privilegios de clase» sólo a medio gas –salario mínimo obliga- y se va de vacaciones a un camping en vez de a un hotel. No excluyo, insisto, usos sin tintes trágicos del saco de dormir y me conformo con que me concedan su carácter excepcional.
Ante este cuadro, lo que llama la atención es que hoy día en todas las casas, poco menos, hay al menos un saco de dormir: «por si acaso». ¿Por si acaso nos llaman a filas contra el Rey de Marruecos? ¿Por si acaso un día hay un terremoto y tenemos que pasar la noche en el polideportivo municipal (otro día hablamos de «polideportivos», ¡bendito neologismo!)? «Por si acaso un día nos vamos de camping», «por si algún día mandamos a los niños de campamento», …
¡Et voilà! La necesidad sigue a la tecnología que la satisface. Las vacaciones en camping y los campamentos de verano son dos cosas bastantes nuevas; más todavía: antes, cuando los niños iban «de colonias» y no campamentos se estilaba, créanme, ir a conventos – o antiguos conventos con muchas camas –bien chirriantes- que había que hacer cada mañana, lo cual disciplina también el carácter (en sí, más allá de lo bonito que quede ¿qué aporta irse a dormir a una cama hecha?). ¿Cuándo el saco reemplazó a las mantas? ¿Cuándo comenzamos a creer en la dignidad a escala humana del camping como alojamiento vacacional? Entro ahora en el ámbito de la pura conjetura, por lo que les aconsejo que no crean una palabra de lo que les digo; y, aún más, que dejen de leer. Avisados están.
Imagínense un mundo de posguerra: millones de muertos, con centenares de miles de sacos de dormir aún perfectamente funcionales y cientos, miles, quizá, de industrias de material bélico repentinamente en cese forzado de actividad. Ahora, imagínense la siguiente escena:
PRESIDENTE: «Pequeño Timmy, recibe del Presidente de los Estados Unidos de América el Corazón Púrpura que tu padre mereció a título póstumo por su participación en la Honrosa Jornada de Nagasaki… Y su saco de dormir»
TIMMY (sollozando, abrazando al saco): «¡Señor Presidente…! ¡Papá prometió llevarme de pesca cuando acabara la guerra…!»
¿Nunca les ha llamado la atención la cantidad de veces que se repite una escena similar –vale, habitualmente, sin el Presidente- en los productos culturales americanos (películas y series, sobre todo)? Hay un drama edípico subyacente a todas las tramas de las películas yanquis, que pasan casi siempre por un padre ausente que incumplió una sagrada promesa de llevar a su hijo de acampada. O bien los americanos son más judíos de lo que creíamos y esa especie de pulsión instintiva a dormir en una tienda o en una cabaña ha de retrotraerse a la fiesta de los Tabernáculos, o bien la Revolución Americana se funda en la incumplida promesa de Jorge IV de llevar a Jorgito Washington a pescar a Balmoral o bien (atentos ahora) se trata pura y simplemente de mercadotecnia; es decir, de una utilización muy inteligente de la sensibilidad del espectador para crear en él el deseo de ir de acampada, o sea, de comprar sacos de dormir.
¡Ríanse y llámenme «conspiranoico»! En nuestros tiempos las necesidades siguen al invento que las satisface mucho más a menudo que al contrario. Piensen cinco minutos en sus teléfonos móviles y en la cantidad de necesidades que les ha creado y que ellos mismos satisfacen, en comparación a las necesidades pre-existentes que vino a satisfacer. Y, ¿realmente era necesario para todo hijo de vecino llevara siempre el teléfono consigo? ¡Y no me hagan hablar de las gafas de Sol!
Al modelo ordinario –verde castrense- y ordinariamente inútil de saco de dormir, sigue después una plétora de modelos adaptados a las ¿necesidades? de cada quién: de camuflajes diversos para los militares y los civiles viriles, de talla infantil, de invierno, de verano, biplaza (¡doy fe!)… ¡Y aún me dirán que no se ha hecho un negocio de algo que, en principio, no era sino una solución excepcional a una situación excepcional!
Pues, ¿y qué tiene todo esto que ver con las mascarillas? Tiene que ver con que: «No pueden salir de casa sin mascarilla», «la mascarilla quirúrgica sólo vale 4 horas»; «no, la mascarilla de tela que te cosió la tía Robustiana no sirve de nada», «¡Mira cómo mola Olona con su mascarilla patriótica!» y «pues si no tiene dinero para mascarillas quirúrgicas, pídalas en su Ayuntamiento o en su Comunidad» (i.e.: la mascarilla blanca –o de marca blanca- es de pobres), «¡pero cómo mola Olona!»; «las mascarilla de tela, sólo si están homologadas». Y así.
Y así yo, que ni soy militar, ni médico, ni voy a ir a la guerra, ni de camping, tengo un saco de dormir de camuflaje y una mascarilla con los coloritos de la bandera nacional distribuida liberalmente por el Ministerio de Defensa.
Y así, Olona mola y Sánchez guarda la compostura –ésa de que siempre ha hecho gala- con su mascarilla de luto y las odaliscas paulinas hacen campaña con mascarillas reivindicativas; y las novias se casan con mascarillas de encaje o de lentejuelas (¡Doy fe también!). Y así, cuando la necesidad justificada se acabe –que se acabará-, ¿qué hacer con tanta industria sanitaria y textil en cese forzado de actividad?
«Señor Sánchez, ¡antes de morir de Covid-25, Papá prometió llevarme a visitar un laboratorio biomédico…! (Y comprarme una mascarilla del 8-M)
¡Desarrollo tecnológico y marketing! No es una técnica para hacernos la vida más fácil. «Es una técnica ¡para vender! Dejen que les enseñe cómo funciona»
G. García-Vao