Hacia el año de 1554, gobernaba con prodigiosa habilidad don Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, Tercer Señor de Salinas. Fue conocido por sus hitos, como la fundación de la Universidad de México, la pacificación del Norte del Virreinato, la liberación de 150,000 esclavos y el apoyo a las leyes nuevas otorgadas por Felipe II de España, dónde se suprimían las encomiendas y se perseguían sus excesos contra los naturales. En estás nuevas tierras, ideas, productos, animales y tecnologías nunca antes vistas marcaban un antes y un después en la vida cotidiana. Uno de esos animales fue el equino, ya sea el caballo o el burro. Estos nobles y versátiles animales beneficiaron y agilizaron cuestiones como: la evangelización, el comercio, el correo, y desafortunadamente el crimen.
Debido al incremento de incidentes en los largos caminos novohispanos, donde se reportaban desde robos a diligencias hasta monstruosos homicidios o estupro, el virrey decidió que era el momento de poner a la sazón en el territorio novohispano a una corporación especial, que pacificó a la Vieja España con una rapidez inigualable. Dicho cuerpo era La Santa Hermandad, instituida por Isabel la Católica en las Cortes de Madrigal de 1476. Su papel era la persecución y castigo de malhechores que acechaban los caminos de las comarcas. Los soldados que integraban a la Santa hermandad andaban en cuadrillas y el pleno funcionamiento de estas se financiaba con una variedad de impuestos a productos perecederos exceptuando la carne.
En la Nueva España del siglo XVI, los únicos cuerpos de seguridad se concentraban en ciudades de importancia, como la muy noble y Leal Ciudad de México o la Ciudad de Puebla de los Ángeles. Pero los extensos e inexpugnables caminos del virreinato no contaban con seguridad alguna.
Una vez establecida en territorio novohispano, el virrey don Luis de Velasco modificó algunos componentes de esta corporación, a fin de ajustarla con mayor facilidad en el virreinato otorgándole a ella dos presidentes de «mesta». Fue tan contundente el éxito de la Santa hermandad en la Nueva España que muchos asaltantes fueron capturados y ejecutados, consiguiendo así la seguridad que tanto hacía falta en los caminos.
Así mismo, el virrey estableció un edificio nombrado «La Acordada» en la capital del virreinato donde se juzgaba y encarcelaba a ciertos criminales. Acerca de la Acordada hacemos uso del Tomo V de Méjico a través de los siglos de Vicente Riva Palacio, donde podemos leer esta interesante y acertada información:
«Para poder combatir el crimen, el alcalde provincial y juez de la Acordada fue dotado de una serie de facultades que sólo podían ser revocadas por el virrey. No tenía que rendirle cuentas a nadie –ni a la sala del crimen de la Real Audiencia– y sus sentencias eran inapelables –disposición que fue aprobada por el rey y dictada de acuerdo con la Audiencia, de ahí el nombre de Acordada. En un principio funcionó como tribunal ambulante. El capitán marchaba acompañado de sus comisarios, de un escribano, un capellán y el verdugo. Una vez capturado el asaltante se le juzgaba in situ, se hacía constar la identidad de la persona, el delito cometido y enseguida era ejecutado. El cadáver quedaba colgado para escarmiento de otros delincuentes. Durante las administraciones de algunos virreyes, se intentó disminuir las facultades de la Acordada pero de inmediato comenzaban a ser frecuentes los homicidios, los robos y las lesiones, incluso dentro de la propia ciudad de México, por lo que el severo tribunal recuperaba sus atribuciones».