El pasado diez de marzo celebramos por primera vez en casa a los mártires de la Tradición. Para homenajearlos, además del rezo del Santo Rosario, planeaba leer con mis hijos algo sobre ellos. En esa búsqueda, recurrí a un libro recientemente adquirido y que no había podido leer aún. Se trata de la Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), de Antonio Montero Moreno. Pensé que, aunque no fuera sobre algún mártir muerto en las Guerras Carlistas ni en la Cristiada mejicana, podría encontrar algún episodio edificante que sirviera para una lectura corta y que estuviera al alcance de los más pequeños.
Lo hallé en el capítulo V, «Fervor cristiano en las grandes urbes»: «Madrid (…) Ciñéndonos a los casos más significativos, es de justicia recordar en escueto resumen la labor espiritual realizada en lo que se llamó por entonces Catedral de Hermosilla. Se trataba de un piso en el número 12 de la calle de este nombre, donde residía una comunidad de religiosas reparadoras bajo el pabellón de la embajada de Cuba (…). Un domingo, cuando el saloncito estaba lleno de gente oyendo la santa misa, irrumpió en el local un grupo de tres hombres con pistola en mano. Era la policía roja, que, obligando a todos a poner las manos en alto, llegaron hasta no dejar el sacerdote terminar la santa misa, que llegaba al Memento de difuntos; y, mientras los otros cacheaban y pedían la documentación a los presentes y los iban metiendo en un coche celular que tenían en la calle, las religiosas, con una gran entereza varonil, rápidamente hicieron lo siguiente: una consumió las especies; otra fue rompiendo las señas que tenían de los sacerdotes, y como no daba lugar a terminar con rapidez esta labor destructiva, llegó hasta comérselas (era la hermana María del Valle, hoy difunta), y otra, por último, fue al teléfono a llamar al ministro de la Legación de Cuba, ya que el piso estaba bajo la protección de esta nación, por ser cubana una de las religiosas, y hasta en los balcones ondeaba la bandera extranjera, entreteniendo la madre superiora a los policías para que no molestasen a estas gentes, que con oír misa no hacían ningún daño, con lo que dio tiempo a que llegase el representante de la nación cubana, y, gracias a la intervención de dicho señor, fueron todos los detenidos puestos en libertad y no pasó de un susto lo que pudo ser un trágico acontecimiento» (pp. 104-105).
Me dirán que no se trata precisamente de una historia martirial en la fecha que conmemora, entre nosotros carlistas, a los miles de mártires que vivieron y murieron por Dios, por la patria y el rey. Pero aquellos gestos, más que anecdóticos, ponen de manifiesto el reconocimiento de algunas realidades obvias para cualquier católico tradicional. Son situaciones extremas que prueban el carácter y demuestran una fe inquebrantable. Así, es evidente que para aquellas religiosas la Misa era verdaderamente la actualización del sacrificio de Cristo en la cruz de modo incruento y no un simple recordatorio.
Con asombrosa coordinación, aquellas valientes monjas armonizaron naturalmente acciones para detener cortés pero eficazmente a los invasores, poner al Santísimo Sacramento libre de cualquier profanación y salvar el anonimato del celebrante. Es digna de verse la entereza de aquella anónima monja que, por proteger la Santa Eucaristía de manos sacrílegas, no dudó en ingerirlas rápidamente exponiéndose a los más severos y crueles castigos. O la valentía de aquella otra, tan lejana de los melindres de hoy, que se tragó los mensajes encriptados que delatarían la labor de sus compañeros eclesiásticos. Y, por supuesto, la rápida reacción de aquella religiosa que con su actuar sereno, grave y discreto, como verdadera madre, permitió salvar a los hijos y hermanos en la fe que se reunían bajo su techo.
Sí, mis hijos ciertamente quedaron muy edificados.
Marina Macintyre, Margaritas Hispánicas