De vez en cuando aparece algún que otro libertario o conservatista quejándose de los niveles intolerables a los que hemos llegado en nuestra presente fase socialista-estatista de la Revolución, y añorando volver poco menos que a los tiempos de la primera fase revolucionaria del liberalismo clásico o decimonónico individualista.
Quizá le resulte traumático recordarle que el socialismo es hijo lógico y natural del liberalismo; y una de las más características manifestaciones de esa relación paterno-filial lo constituye el común desprecio histórico de ambos al derecho de propiedad.
Con la Revolución se erige, en sustitución de la tradicional Monarquía multisecular, una nueva entidad o cosa a la que se llama Estado-Nación, a la cual se considera como única asociación colectiva «natural», y de la cual dependerá totalmente la posible existencia «legal» de cualquier otro cuerpo social. De esta forma, el Estado, en su fase liberal, sólo afirma tener frente a él a personas individuales, únicas capaces, por tanto, de ejercer el derecho de propiedad; y desconoce, si así le place, la personalidad de cualquier otra asociación, y, por tanto, su derecho a la propiedad.
De dejar el derecho de propiedad corporativa al arbitrio del Estado-Nación (única persona moral «prejurídica») a dejarle también el de propiedad individual, sólo hay un paso lógico, que es el que daría el socialismo. Como es sabido, el resultado histórico final ha sido una mezcla de las dos ideologías, pero es importante recordar que ambas no son esencialmente distintas y dan pie a un mismo producto: el nuevo Estado «omnipotente», y su nuevo «derecho» totalitario.
Vázquez de Mella expresa muy bien esta relación entre liberalismo y socialismo en el caso de la propiedad, en un discurso pronunciado en Abril de 1921 (hace ya un siglo). Ya por entonces había abandonado el legitimismo y acatado la usurpación, pero en él recoge verdades históricas que no deben ser olvidadas por ningún español.
Dice así: «En la sociedad antigua planeada por la Iglesia no existían propiamente desheredados, no había nadie que no fuese propietario; si no lo era individualmente, lo era colectivamente. Toda clase, y dentro de la clase toda corporación, tenía propiedad: tenía propiedad la Iglesia, independiente del Estado, para cumplir sus fines; tenía propiedad la Universidad con la federación de Colegios, y era como un coro que formaba la ciencia alrededor del Alma Mater; tenía propiedad completa el Gremio, la corporación artesana; la tenía el Municipio; la tenían el empleado y el militar en el Montepío; la tenía el Hospital, la tenía el Asilo, la poseían todas las corporaciones, y de su patrimonio disfrutaban sus miembros, y no había nadie que viviese fuera de ella. Observad que el labrador en el Pósito, el empleado y el militar en el Montepío, el vecino en el Municipio, con sus bienes comunales, el enfermo en el Hospital, el huérfano en el Hospicio, el escolar o el Profesor en la Universidad, el monje en el Monasterio, el religioso en el Convento, el Párroco en la Iglesia, todos tenían su patrimonio, y no encontraréis a nadie fuera de esos órdenes.
Y hasta el mendigo y el indigente tenían entonces las hospederías abiertas en las puertas de los Monasterios; y los Colegios, como los de irlandeses, que se fundaban en favor de los perseguidos y de los desheredados, parecían indicar que la propiedad extendía los brazos a los mismos extranjeros, para que no quedase ninguna desnudez social que no pudiese cubrirse con sus pliegues.
Esa sociedad de tal manera organizada, en que la propiedad colectiva, que empezó muchas veces por un desprendimiento de la propiedad individual, había llegado a ser tan grande que la limitaba y la contenía, fue deshecha radicalmente por el Estado. Tenía entonces varios procedimientos para deshacerla, después de declarar que las personas colectivas eran obra suya y de vulnerar juntamente el derecho de asociación y el de adquirir y el de poseer. Uno de ellos sería el de repartir la propiedad entre los miembros de las corporaciones, y otro darla a los más necesitados, a los que no tuvieren propiedad individual alguna; pero eso no servía para sus fines revolucionarios; y entonces lo que hizo fue: primero, apoderarse de ella; después sacarla a subasta pública y repartir el botín entre los amigos. ¡Pero no repartió las cargas, los censos sociales que pesaban sobre ella!; y el Presupuesto eclesiástico, el Presupuesto de enseñanza, el Presupuesto de caridad y el de beneficencia no fueron anejos a los bienes sobre que gravitaban; cayeron sobre todos, y principalmente sobre los que no habían participado del botín. Y así fue la desamortización un latrocinio de una parte de la clase media, no sólo contra la Iglesia, contra la Aristocracia y contra la Monarquía, sino principalmente contra el pueblo».
Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Calderón de Granada.