En un artículo anterior se ha tratado sobre la toma de posición de las Órdenes religiosas en Filipinas ante la situación revolucionaria. A partir de ahora, comenzaremos a publicar la carta de abril de 1898 que los superiores de esas Órdenes escribieron al gobierno liberal español. Fue publicada en el libro del Padre Ambrosio Coleman, llamado «Los Frailes de Filipinas».
A su Excelencia, el Ministro de Ultramar
«Además del telegrama enviado a Su Excelencia, el Gobernador General y el Virrey, el primero de este mes, para que lo ponga oficialmente bajo la notificación de Su Excelencia, lo cual la mencionada autoridad nos informa que se ha hecho, nosotros, los Superiores de las Congregaciones de los Agustinos, Franciscanos, Recoletos, Dominicos y Jesuitas, tenemos el honor de presentar esta declaración al Jefe del Estado, al Presidente y Miembros del Consejo Ministerial de la Corona, y más especialmente a su Excelencia como Ministro de Ultramar. Dirigimos esta declaración directamente a Vuestra Excelencia, de acuerdo con la ley y la costumbre, para que se digne a ponerla bajo la atención de los personajes exaltados ya mencionados, y aunque parezca deseable ante la nación, debidamente reunida en las Cortes del reino.
Ha llegado el momento de que los fieles y constantes defensores del dominio español en Filipinas rompan su tradicional silencio. Ha llegado también la hora de defender nuestro honor, tan asediado, y nuestro santo y patriótico ministerio, que ha sido objeto de las más terribles e injustificables acusaciones y calumnias.
Hemos soportado pacientemente a los masones e insurgentes, conocidos y desconocidos, que, en sus periódicos, clubes y reuniones públicas, nos han insultado y vilipendiado durante los últimos dieciocho meses, acusándonos, entre otras cosas, de haber fomentado la rebelión. Hemos descubierto con pena que algunos españoles, habiendo residido en estas islas por más o menos tiempo según el caso, al regresar a la Península han hablado de nosotros en términos que no se habrían atrevido a emplear si en lugar de ser sacerdotes y frailes hubiéramos sido laicos, o si en lugar de ser congregaciones eclesiásticas hubiéramos pertenecido a cuerpos civiles o militares.
Los religiosos de Filipinas, lejos de Europa, solos en su ministerio, dispersos por los rincones más lejanos del Archipiélago, y sin más compañeros y testigos de sus labores que sus propios queridos y sencillos feligreses, no tienen otra defensa que el derecho y la razón.
Conscientes de que siempre hemos sido súbditos leales y patriotas, y siempre hemos cumplido nuestros deberes y las obligaciones de nuestro santo ministerio, hemos soportado paciente y silenciosamente, según el consejo del Apóstol, los insultos y calumnias de las mismas personas a las que habíamos ofrecido nuestros servicios con toda sinceridad cristiana.
Hemos guardado silencio ante los insultos de personas que se llaman a sí mismas católicas, pero que están infectadas con el jansenismo práctico de ciertos reformadores de los últimos tiempos. Incluso sufrimos en silencio cierta información falsa, muy deshonrosa para las órdenes religiosas, que se presentó ante las Cortes el año pasado.
Se afirmó, no sólo en privado, sino en centros importantes, que el prestigio de las órdenes religiosas en Filipinas estaba tan sacudido que sería necesario expulsarlas por la fuerza armada. También se declaró, como la mayor deshonra para una gran nación como España, haber encargado a frailes que proporcionaran información sobre Filipinas, y haberles pedido consejo en forma de un memorial presentado al Senado. Además de todo esto, las más graves acusaciones, algunas dirigidas contra un digno prelado, fueron presentadas contra nosotros, veladas, sin embargo, bajo la apariencia de imparcialidad y suave corrección.
Dentro de poco los clamores se renovarán en un tono diferente; y veremos la reproducción en el Archipiélago, con más o menos crueldad, de aquel período histórico en la Península de 1834-1840.
Las razones de nuestro silencio hasta el presente.
Creímos que un silencio sabio y prolongado, sumado a la prudencia y magnanimidad que siempre deben distinguir a las órdenes religiosas, habría bastado a las personas buenas y discretas, y que éstas habrían repelido las acusaciones, y formado un juicio que sería una prueba contra estos repetidos ataques. Pero, en lugar de calmarse, la tormenta parece aumentar diariamente.
El Tratado de Biac-na-Bato ha brindado a muchos la oportunidad de renovar la astuta insinuación, más aún, la audaz afirmación, ya hecha por los jefes rebeldes, de que los institutos religiosos fueron la única causa de la insurrección. Uno de los jefes de la sociedad secreta «Katipunan» ha declarado en su periódico «El Gran Oriente», que, como una plaga, está todavía esparcido por las islas, que uno de los primeros artículos de su programa es la expulsión de las órdenes religiosas. Tanto en la península como aquí, los masones y otros que secundan sus esfuerzos han reanudado la guerra contra nosotros. Han publicado manifiestos en Madrid, en los que, abusando del nombre de los nativos filipinos, exigen medidas vejatorias y vergonzosas contra el clero.
Si en estas circunstancias siguiéramos callados, nuestro silencio se atribuiría, y con razón, al miedo o a la culpa. Nuestra paciencia se llamaría debilidad; e incluso los católicos sensatos y sólidos, que reconocen la injusticia de los ataques cometidos contra nosotros, podrían ser inducidos a creer que realmente estábamos manchados de culpa, o que habíamos caído en tal estado de postración moral, que podíamos ser maltratados con impunidad…» (CONTINUARÁ)
Juan Carlos de Araneta, Círculo Carlista Felipe II de Filipinas
versión en inglés
The position of the religious Orders in the Philippines was described in a previous post. This is the beginning of the letter that the philippine friars wrote to the liberal Spanish Government, April, 1898.
Juan Carlos de Araneta, Círculo Carlista Felipe II de Filipinas