«El 14 de abril de 1931 la República se quitó la corona». La frase, particularmente aguda, entraña una paradoja. Eugenio Vegas evocaba con ella la conocida afirmación de Vázquez de Mella, que había calificado la monarquía liberal como una «república coronada». Donde «república» no designa sólo una forma de gobierno, sino sobre todo un régimen ajeno a cualquier fundamento trascendente. Y ese es el sino fatal al que se encamina una vez más el simulacro de monarquía que hoy tiene España.
Estos días anda revuelto (revolucionado) el gallinero partidista a cuenta de los indultos que el llamado «gobierno» de España piensa perpetrar a los condenados por la sedición (si no rebelión) que se dio en Cataluña el 1 de octubre de 2017. La declaración de una dirigente regional de la oposición contraria a los mismos, metiendo en danza al Jefe del Estado, ha desatado un mar de comentarios de distinto tenor que no pueden resumirse en pocas líneas. Limitémonos, pues, a sobrevolarlos. Se ha querido ver en general una impertinente apelación a quien no podría de ninguna manera atenderla. ¿De ninguna manera? Algunos, en cambio, traen a colación la oposición del tribunal sancionador (del Tribunal Supremo) para escrudiñar un conflicto que el «rey» tendría que «moderar y arbitrar» de acuerdo con el artículo 56 de la Constitución. Sin reparar en que no se trata de títulos autónomos de atribución competencial sino ejercidos a través de las funciones (específicas) desgranadas en los siguientes artículos. Otros insinúan que el refrendo regio es un acto potestativo y no debido, con olvido de la entraña de la monarquía parlamentaria, donde el rey carece de responsabilidad porque la desplaza al gobierno, que es quien decide, dejando el acto del jefe del Estado en poco más que una formalización simbólica de lo dispuesto por otro centro de poder. Pero esto ya se discutió a medios de los años ochenta, cuando hubo de sancionarse la ley despenalizadora del aborto y el padre del actual jefe del Estado fue considerado como un pecador público por el obispo de Cuenca, doctor Guerra Campos, que se quedó solo, mientras otras versiones más laxas lo exculpaban precisamente por tratarse de una obligación constitucional.
En todo caso no fue sólo esa ley, sino las que la antecedieron (el divorcio o el final de la filiación legítima) y las que la siguieron (el llamado matrimonio entre personas del mismo sexo y la legalización del aborto, convertido en un derecho), las que podrían evocarse. Con fundamento, no lo olvidemos, en la (pseudo) Constitución a la que se agarran como un clavo ardiendo quienes afirman o (aun sin atreverse a decirlo) piensan que el «rey» no debiera firmar los indultos.
De ahí que resulte chocante el revuelo suscitado a cuenta de los mismos y su eventual sanción. Cuando tantos actos más graves la han tenido, sin que nadie reparara en ello.