Bolsones y Bradomines

Quienes movieron Roma con Santiago para que Él reine nunca necesitaron mitificar sus hazañas, ni tampoco adentrarlas en los abrigos de piel de un viejo armario encantado; pues, para quien goza de Su favor, todo es hacedero.

La machaconería de un empecinado profesor de Lengua y Literatura Inglesas no cesaba de percutir la dura mollera del titular de la Cátedra Rawlinson y Bosworth de Anglosajón en la Universidad de Oxford. J. R. R. Tolkien se escudaba, ante las acometidas de un devoto C. S. Lewis, amparándose en la naturaleza pueril de su cuento de leyenda. No entendía las esperanzas que el mertoniano había depositado en un simple relato fantástico, que en un principio no auguraba otro futuro que el de entretener a sus retoños al resplandor de la hoguera. En aquel instante debió comprender a qué se refería su obstinado colega oxoniense cuando, en la Rabbit Room, le narraba a su corrillo cómo la Alegría le fue sutilmente cautivando hasta aquella providencial noche de 1929, hacia la festividad de la Trinidad, cuando forzosamente le sorprendió en su habitación del Magdalen College.
Ojo avizor, cual vigía desde su atalaya, unas fisgonas lentes rastreaban aquellos misteriosos renglones que versaban acerca de dragones y una sede vacante. La Madre Superiora de la Society of the Holy Child Jesus hacía inquisición desde la celda del convento que regía. A la versión fémina del Padre Brown le había llegado aquella fábula gracias a una de sus pupilas en Cherwell Edge, que, además, resultaba ser una empleada de la cuasi quintañona editora londinense George Allen & Unwin. Aquella inesperada jornada de 1936, Miss Dagnall batía escrupulosamente con sus anteojos las cuartillas del manuscrito al que únicamente una serie de afortunados accidentes pudieron propiciar que cayera en sus manos.
El mismo azaroso destino que, de golpe y porrazo, designó a un zángano comarcano como rastreador en busca de un reino perdido. Con la impronta del sello de su anillo sobre la cera ardiente, Tolkien había estampado en 1937 su insigne monograma, cual blasón heráldico, en la cumbre de su legendarium. El regreso a su morada en Northmoor Road sucedió evocando aquellos relatos españoles que el Reverendo Morgan Osborne le historiaba en su niñez. El candoroso se regocijaba con las aventuras mencionadas por su padrino, oriundo de El Puerto de Santamaría y con una gracia en la oratoria propia del bodeguero andaluz. Andanzas de un señor al que usurparon su trono y unos nobles vasallos que juraron el retorno del Rey. Quienes movieron Roma con Santiago para que Él reine nunca necesitaron mitificar sus hazañas, ni tampoco adentrarlas en los abrigos de piel de un viejo armario encantado; pues, para quien goza de Su favor, todo es hacedero. Tollers se detuvo en las inmediaciones de St Andrew’s Church con ademán de asombro: El Hobbit saldría a la luz en el centenario de la Expedición Real de Don Carlos. En el ardor de la flamante proclamación de la Segunda República, un meditabundo Valle-Inclán presenciaba de buena mañana el cambio de callejero en una plazoleta de la Villa de Madrid.
Antes de la desamortización de Mendizábal, allí se fundó, por mandato de Felipe IV, el Real Convento de la Paciencia de Cristo. Sobre las ruinas morales de aquella España, el castizo pueblo madrileño asistía a la transición de la plaza de Bilbao (en loor de la defensa isabelina durante su sitio en la Tercera Guerra) a la del masón Ruiz Zorrilla. Absorto en sus pensamientos, el padre del yermo esperpéntico pasaba las cuentas del rosario fantaseando al Marqués de Bradomín acaudillando a los cruzados de la Causa en la reconquista del corazón de Vizcaya. Decidido estaba a que su romántico donjuán habría de perecer a los alfanjes de la apostasía. ¡Qué mejor redención que la del derramamiento de su sangre de hidalgo en aras de oír el repicar a victoria de las campanas! Si hubiera sido menester, él mismo habría esgrimido la espada con tal de contemplar la inmaculada boina de Doña Margarita en el santuario de Begoña.
Haciendo gala de los dones recibidos, el Caballero de la Orden de la Legitimidad Proscrita juraba blandir el florete con el mismo denuedo que la pluma. Intentando desafiar su temple, Don Jaime argüía, con donaire retintín, que, por el bien de su afamado duelista, no desalentase el oficio de las letras en virtud del de las armas. Mas el de los quevedos enmendó al infante, pues no había acto más fecundo que el de la buena muerte por la Santa Tradición. El pretendiente aceptó la derrota y a la estocada correspondió alzando cortésmente su copa, touché. Y brindaron los correligionarios con un quitapenas, pues ambos alcanzaban a saber que, cuando rindieran el alma, no les serían reclamados triunfos en la batalla, sino guerra sin cuartel contra el Modernismo (encarnado esté en un dragón escupe fuego o en un guiri cristino).
Javier Navas-Hidalgo, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid