
El debate libertad- seguridad (en terminología liberal) se ha intensificado desde que, a principios de este siglo, se abordó ante la opinión pública tras los atentados del 11-S en Nueva York. Fue entonces cuando la libertad (entendida como ausencia de coacción para la actuación en todos los órdenes del espacio público, sin más limitaciones que las leyes- basadas asimismo en el principio de mínima intervención-), chocó de bruces con la idea de que catástrofes de muy variado tipo (entonces se pensaba fundamentalmente en el yihadismo, hoy se añaden otras muy variopintas, como los desastres naturales o las epidemias) podían justificar la limitación de algunas de las libertades constitucionales consideradas básicas (fundamentalmente las de movimiento), mientras que otras, como las llamadas libertad de empresa, expresión o asociación, se encontraban todavía en una fase de laissez faire. Hoy, incluso estas libertades se encuentran en entredicho, cuando se habla de limitar las transacciones con divisas virtuales, impuestos mínimos globales y censura en redes sociales.
En esta misma línea, el gobierno de España prepara una reforma de la ley de Seguridad Nacional, que pretende establecer la obligatoriedad de determinadas prestaciones personales en favor del Estado, así como la confiscación de bienes propiedad de particulares y empresas, o las obligaciones de los medios de comunicación en la difusión de determinadas informaciones.
La justificación oficial es mejorar la respuesta global de la nación ante futuras situaciones de emergencia como la última pandemia. Pero lo cierto es que el anteproyecto deja en el aire la delimitación del concepto «situación de interés para la Seguridad Nacional», que es el requisito objetivo que activaría los preceptos incluidos en esta reforma, de modo que deja la puerta abierta a un uso incierto de la misma. Está claro que se trata de una medida para sustituir a los sucesivos estados de alarma por otro mecanismo más automático y, también por ello, sometido a menores controles externos.
Es doctrina católica pacífica que la autoridad política tiene el deber de intervenir en situaciones de crisis, para la salvaguarda del bien común. El problema es que el abandono, por parte del liberalismo, de las nociones clásicas de bien común, subsidiariedad, y en general, la evolución del derecho público hacia un sistema voluntarista que regula las situaciones de asimetría de poder entre un ente cuasi-absoluto, el Estado moderno, y los ciudadanos individualmente considerados, ha desvirtuado cualquier intento de encaje de estas actuaciones con la filosofía política clásica. Como se ve, no se trata tanto de un problema de concepto, ni siquiera de grado, sino más bien de fundamentación.
No obstante, no dejan los principios de ser verdaderos en función del grado de dificultad en su aplicación. Y lo cierto es que, igual que el abuso no abole el uso, se debe evitar caer en el error de considerar que la autoridad política, por más imperfecta y deformada que se presente ante nuestros ojos, no tiene, por principio, la obligación moral de salvaguardar el bien común por encima incluso de los bienes e intereses individuales, por legítimos que éstos sean.
Javier de Miguel, Círculo Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia