La defensa de tesis monárquicas a menudo debe enfrentarse al dilema de su confrontación con las tesis republicanas. Esta dualidad esconde un sofisma sobre el que gravita un concepto tendente a la permanencia del verdadero régimen existente, que por medio de estos debates pantalla asegura su permanencia.
Para hablar de monarquía hay que referirse al número de personas que detentan el poder. Siguiendo la división clásica, la monarquía opta por el poder de uno frente a la pluralidad de sujetos titulares del mismo presente en las oligarquías o la democracia.
El término república no tiene aquí cabida dado que no afecta al número de titulares del poder, siendo su confrontación con la monarquía un sofisma. Sofisma asegurador de la permanencia del régimen liberal democrático actual. Es decir, en los debates monitorizados por la opinión «pública», monarquía es monarquía parlamentaria, esto es, la existencia de un sujeto al que se denomina rey, pero cuya función no tiene relevancia en la gestión del bien común en la sociedad más allá de algún privilegio residual cuyo empleo puede utilizarse según qué fines. En otras palabras, la monarquía parlamentaria es similar a hablar de un vehículo con ruedas, marchas y terrestre de cinco plazas con el nombre de avión, pero que ni vuela, ni tiene la forma del mismo, ni las piezas que componen un aeroplano. Lo más que puede asimilarse sería fijar una pegatina en el capó de un coche usual con el nombre Iberia o Ryanair.
Si nos planteasen un debate sobre si es mejor desplazarse por tierra o por aire y los modelos fuesen un turismo como el que hemos descrito y uno al uso cualquier espectador equilibrado afirmaría que estamos ante una conversación de idiotas que no hace más que consagrar el vehículo terrestre como única elección, más allá de diferencias estéticas.
La república es la democracia sin la figura del «monarca» parlamentario, mientras que la monarquía parlamentaria defiende la democracia con la presencia de un sujeto llamado «rey». La defensa de la monarquía pasa por el cuestionamiento de los principios del liberalismo, pues éste nació con la falsa idea de que son todos los hombres absolutamente iguales, independientemente de sus aptitudes, acciones o papel en la sociedad. Lógicamente, con la igualdad liberal como axioma no sólo cae la monarquía, sino que su derrumbe es el colofón de una sociedad asentada en los principios de la naturaleza humana, tales como los medios disponibles para alcanzar el bien común. Si un noble, que defiende al pueblo por misión, es igual a un sastre, la nobleza, fundada en las diferencias contingentes orientadas al bien común de la sociedad, carece de sentido alguno. Así, al igual que la monarquía coronaba un sistema fundado en el reconocimiento de los talentos y limitaciones de la sociedad y los cuerpos que la conformaban, así derrumbada la sociedad tradicional la monarquía estaba llamada al mismo fin.
El principio monárquico es irrenunciable para la doctrina tradicionalista, pues en él encontramos la concreción política de los principios. La república confrontada con la monarquía parlamentaria no es más que la reacción lógica de un mundo cincelado por los inmisericordes golpes del igualitarismo liberal, que no reconoce cargo fuera del sufragio. Sufragio que en la teoría nace del pueblo y en la práctica de las directrices de empresas autodenominadas partidos políticos, por cierto.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense