El regionalismo y sus enemigos

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La situación legada por el régimen constitucional hace que la alternativa tradicional se presente, cada vez con más intensidad, mimetizada con el sentido común. Y esto —que podríamos ampliarlo a la casi totalidad de escenas en las que el régimen liberal ha hecho mella— es particularmente apreciable en el principio regional.

La sustitución de las naciones históricas hispánicas por la Nación española política ha llevado a no pocos desmanes académicos, doctrinales o simplemente históricos, dando por existente un ente durante siglos que, en puridad, existe desde hace tan sólo doscientos años.

El regionalismo se ha convertido en una piedra de toque para identificar errores importantes en la doctrina política. Esto que siendo positivo como herramienta de análisis del enemigo, también es profundamente negativo en la medida en que nos permite cerciorarnos del erial doctrinal en el que nos encontramos.

Por un lado, encontramos a los supuestos «adalides de la libertad», aquellos que defienden a capa y espada el llamado «principio de autodeterminación» y que permite la creación de un Estado, en nombre de una Nación soberana. Este principio merma el carácter regional en la medida en que lo desnaturaliza al filtrarlo con las lentes de la modernidad. La región constituye un cuerpo superior de organización social respecto a entes como la familia o la comarca, esto es lógico. Pero su ordenación al bien común pasa por su integración en una comunidad política que, en el caso hispánico, pasó por su vinculación con otras naciones históricas por medio de los lazos de la religión y el rey en común. Estas naciones fueron integradas en la comunidad política hispánica, convirtiéndose en instrumento para la perfección de los miembros de la comunidad misma. Esta integración conlleva una mimetización del bien común, que no puede ser idéntico para todos en su concreción, pero sí es común a los cuerpos sociales. El nacionalismo liberal plantea una lógica contractualista por medio de la cual la estimación negativa de la situación concreta histórica legitima la ruptura de la comunidad política, con grave atentado al bien común como lógica consecuencia. La pérdida del concepto de bien común, unido al debilitamiento de las instituciones comunes entre las regiones, religión y monarquía, hicieron del nacionalismo un monstruo cada vez más difícil de domeñar.

Por otro lado, encontramos a aquellos que confunden el principio de totalidad —necesario para la cohesión de toda comunidad política— con errores como el estatismo, el centralismo, o el totalitarismo. Para estos, la Nación española existe desde todo momento histórico en el cual encuentren de rebote cualquier término como «español, españoles, Españas…». Hemos de extremar la precaución en este punto. Lógicamente se puede hablar de España como ente identificado con la comunidad política compuesta por las naciones hispánicas, pero es una alusión a esa comunidad política orgánica y heterogénea. El empleo del término «España» con afán centralizador y unitario, nacionalista al fin y al cabo, en momentos históricos previos al siglo XIX es un desorden intelectual y fáctico. Los discípulos de la Nación española liberal han persistido durante todo el siglo XIX y XX disfrazando de patriotismo un fantasma llamado Nación que, encarnando las ficciones de la soberanía y la autodeterminación, se convirtieron, primero en legitimadores de la construcción del Estado, y posteriormente en señores nominales del aparato Estatal, a quienes éste último se ve obligado —para garantizar su supervivencia— a legalizar y permitir todos sus caprichos y pasiones.

Las regiones no pueden representar ni manos que se constituyen en cabezas, ni miembros difuminados en una especie de engendro que supondría un cuerpo compuesto exclusivamente por la cabeza misma. En orden al bien común, las regiones no deben entenderse fuera de los territorios con instituciones propias que responden a dos vectores legitimadores de las mismas. El primero, el relativo al alcance del bien común concretado en la propia región, el segundo, el integrado en el bien común de la comunidad política superior y general.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense