Humor- ¡Qué cosas se ven, Don Pero!: Mesías en huelga

Greta Thunberg. AP/ Jason DeCrow

¿Recuerdan «Merlín el Encantador»? Fue el resultado de un encuentro más bien desafortunado entre la Disney y el ciclo artúrico, pero tenía su gracia. Con la monomanía maniquea de los cineastas yanquis, que siempre incluyen un villano plano, simple, malvado a más no poder sin tener, a menudo, una buena razón, la adaptación requería una villana de esas características y cómica, además, requisitos que la Morgana original no se hallaba en condiciones de satisfacer. Así que se sacaron de la manga una versión achaparrada de Lidia Falcón, llamada Madame Mim.

En una escena bastante simpática Merlín y la bruja se batían en un duelo de magia; nada que ver con los fantasmales fogonazos y los latinajos macarrónicos de Harry Potter. En la mejor tradición de la magia inglesa medieval, cada hechicero se iba convirtiendo en bichos diversos que se perseguían el uno al otro con ánimo criminal. Hay que decir que aquí Merlín no daba muestras de su legendaria sabiduría, convirtiéndose en conejo, cabra y tortuga frente a una Madame hecha un rinoceronte o una víbora (literalmente). Las reglas son sencillas: nada de dragones y no vale desaparecer. Por supuesto a la bruja le falta tiempo para incumplirlas. Pero, en un momento dado, es Merlín quien, para sorpresa de todos, dada su habitual intachabilidad, parece haberse vuelto invisible:

« – Merlíiiiin… -le dice una meliflua Madame-Dragón- ¡no vale desaparecer!

No desaparecí, Madame – responde Merlín, de hecho aún invisible- soy muy pequeñito: soy el bacilo de una rara enfermedad, la malagripta-copterosis. Y la he contagiado, Madame».

Y así, amarilla, moteada y febril, Madame Mim es derrotada por el ingenio y la ciencia microbiológica de Merlín, triunfando así una vez más la ciencia sobre las fuerzas del mal y bla, bla…

Vale. ¿Y, don Gildo?, me dirán. «No vale desaparecer». Es un buen lema para nuestra sociedad de la información, de la imagen y del instante. «Sic transit gloria mundi» se nos ha quedado un poco obsoleta, pues a menudo no es nada gloriosa la entrada de ciertos personajes en el «gran teatro del mundo». Sin embargo muchos, casi todos, son tan fugaces que no nos dan apenas tiempo de hacernos una idea de cuál era su papel. Menos aún de comprender todas las implicaciones de lo que venían a contarnos.

Hace ya unos cuantos meses que está entre bastidores (quizás esperando un segundo acto), pero sospecho que el mundo aún no se ha olvidado de la niña Greta. Apareció, candorosa y prístina como una pastorcica de Lladró, en las calles de la tres veces santa, tres veces pura y tres veces aburrida Estocolmo (capital del Reino Socialdemócrata de Suecia), como un heraldo cuasi-angélico enviado de Dios sabe qué cielo empíreo -quizá con el amarillo y el azul como colores corporativos- para sembrar en nuestras almas ennegrecidas, no por el pecado sino por el smog la buena nueva del Ecologismo 2.0.

¡Con qué atención seguimos su heroico periplo para salvar al mundo de su autodestrucción, cual una Santa Juana de Arco globalizada y, sobre todo, no pobre!

La vimos viajar a todo tren -metafóricamente- entre Mónaco y Nueva York en el modesto velero puesto a su disposición por el Príncipe Grimoso (digo, Grimaldi) para ir a cantarle las cuarenta a aquel otro villano de ficción -en muchos sentidos- que fue Donald Trump, en nombre de todas las niñas y niños humanos, animales y vegetales (y obsérvese la ausencia de coma entre «niños» y «humanos»). La vimos luego viajar a todo tren -literalmente- por las Españas y las Alemanias, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. Que el contribuyente es muy «verde» (y muy ingenuo).

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La vimos, sí, hasta la náusea; y tan grande fue su impacto que ciertos elementos -también en muchos sentidos- de la Iglesia luterana de Suecia no dudaron en calificar su intervención de cuasi-Mesiánica, de pre-Parusía y a ella misma poco menos que de alter Christus.

Gracias a Dios no soy miembro de la Iglesia de Suecia. Desconfío instintivamente de toda religión, iglesia o secta cuyo fundador se prodigue en baños de sangre (véanse Mahoma, Enrique VIII y, como nos ocupa, Gustavo Vasa). En cualquier caso, si algún día estuviese tentado (nunca se sabe) bastarían cinco minutos de cualquier película de Ingmar Bergman para persuadirme de no abandonar -pese a todo- la comunión con Roma. Además, en su local carrera contra su propio Gobierno por ver quién de los dos es más progresista, la Iglesia de Suecia hace ya tiempo que tiene «obispesas». Y hasta «obispesas» lesbianas. Y, francamente, si algún día me apeteciera ver a señoras cincuentonas haciendo el payaso y predicando el amor libre, preferiría ver una sesión del Consejo de Ministros. Al menos nuestras «obispesas» hablan en cristiano.

Pero bueno, yo supongo que aún debe de haber luteranos en Suecia y sospecho que toda esta trapisonda les debe de tener bastante intranquilos.

Imagínense a Gustav Lindström (perfectamente ficticio): varón de 2,67m, ojos azules, rubio, vive a las afueras de la capital y los Domingos no falta a la «Misa» (con perdón) de la señora Obispa -«o»bispa y no «a»vispa, ojo-. Un feliz domingo de 2019, nuestro amigo Lindström asiste al «servicio» de la Obispa y tiene el honor de escuchar una homilía pronunciada por su esposa. Por su esposa de la Obispa, no por su esposa de él. La señora Obispa consorte proclama solemne y entusiásticamente a Greta Thunberg co-Mesías y su mensaje contra el despilfarro mundial de vasitos de plástico, de la misma relevancia teológico-moral, poco más o menos, que el Sermón de la Montaña. El Sr. Lindström queda, lógicamente, muy impresionado. No porque el último capítulo de la Revelación tenga lugar en Suecia, lo cual es hasta cierto punto, natural; sino porque los mandamientos de Greta, además de relativamente sencillos, se parecen sospechosamente a las enseñanzas de Laudato si‘ del papa Francisco (y la Iglesia de Suecia: lesbiana y feminista; roja e islámica. Pero romana, ¡jamás!).

En fin, al salir del templo nacional el Sr. Lindström decide pasar por el otro templo nacional, Ikea, y comprarse un cubo de basura de 27 compartimentos; también se deshace de la vajilla de porcelana de Dresde de su bisabuela y en adelante decide usar sólo platos de fibra vegetal reutilizables (no como la porcelana). En su fervor reciclador, cambia también a la Sra. Lindström por otra y él mismo se cambia de género, cómodamente y sin cirugía alguna en la correspondiente ventanilla del Ayuntamiento; y unas cuantas bombillas de bajo consumo, coches híbridos y ascendientes eutanasiados después (no se imaginan Vds. lo que contaminan los viejos), la Sra. Gustav Lindström ya está lista para la siguiente revelación de la mesías de rostro angelical.

Mas, ¡ay! ¿Dónde anda la niña Greta? La Iglesia de Suecia nos prometía una cómoda redención por la ecología y ahora resulta que la niña se ha esfumado. Yo me uno a la desazón de todos los Lindström del mundo: «Greta, ¡no vale desap…!».

No, me he contenido a tiempo. Cuando comencé el artículo pensaba acabarlo, según costumbre, con la frasecita de rigor. Pero me lo he pensado mejor: entiendo que es biológicamente imposible que una niña (incluso que «ésa» niña) se convierta en un microbio; entiendo también, lo cual es más importante, que Greta no es Merlín. Pero no sabría decirles por qué toda esta historia del virus tiene como unos ecos de «ecología por las bravas» que me da mala espina. Eso de que las enfermedades nos las envía una Madre Tierra furibunda y justiciera y no un Dios que quiere que nos volvamos a Él en la hora de nuestra angustia. Eso de que son un castigo por nuestros pecados «contra la natura» (que no «contra naturam», que ya no son pecado). Sí, ya saben de qué hablo…

Les seré sincero: no quiero aplicarle la frase a la niña Greta. Tengo miedo de escuchar inmediatamente después cierta vocecilla de espíritu angélico caído diciéndome: «No desaparecí, Gildo, soy muy pequeñita…».

G. García-Vao