Acerca del calificativo «absoluto»

Jardines del Palacio de la Granja de san Ildefonso, Segovia, España. Patrimonio Nacional

La primera vez, que sepamos, que se utiliza el calificativo de «absoluto» para referirse a un poder monárquico despótico es en las obras del tacitista Diego Saavedra Fajardo Introducciones a la política y Razón de Estado del Rey Fernando El Católico, ambas de 1631 y dedicadas al que por entonces era la viva encarnación del tacitismo político: el Conde-Duque de Olivares, aunque no aparecieron publicadas hasta el siglo XIX. El famoso diplomático volvería a utilizarlo también en ese mismo sentido en su obra Idea de un Príncipe político-cristiano publicada en 1640. Citaremos sus Introducciones, en donde expresa más claramente sus ideas políticas: «Los políticos constituyen cinco diferencias de reyes. A dos reducen todas: rey absoluto, y rey que gobierna según las leyes y fueros del reino con que limitó el pueblo [?] su potestad. Rey absoluto es el que, siendo ley viva a sí mismo y al pueblo, sin reconocer otras leyes ni fueros, gobierna a su arbitrio con dominio independiente sobre sus vasallos, como el que tiene un padre [?] sobre su familia».

Pero éste no era el sentido tradicional del calificativo «absoluto». Desde luego no lo fue en los publicistas realistas y legitimistas de la primera generación. Así, por ejemplo, los Persas distinguían claramente entre «rey absoluto» y «rey despótico» afirmando: «¿Por qué se abusa con tanta frecuencia de la voz ‘despotismo’ para excitar la indignación entre los que no distinguen ni meditan? La monarquía absoluta (voz que por igual causa oye el pueblo con harta equivocación) es una obra de la razón y de la inteligencia; está subordinada a la ley divina, a la justicia y a las reglas fundamentales del estado; fue establecida por derecho de conquista o por la sumisión voluntaria de los primeros hombres que eligieron sus Reyes. Así que el soberano absoluto no tiene facultad de usar sin razón de su autoridad (derecho que no quiso tener el mismo Dios); por esto ha sido necesario que el poder soberano fuese absoluto, para prescribir a los súbditos todo lo que mira al interés común, y obligar a la obediencia a los que se niegan a ella. Pero los que declaman contra el gobierno monárquico, confunden el poder absoluto con el arbitrario, sin reflexionar que no hay estado (sin exceptuar las mismas Repúblicas) donde en el constitutivo de la soberanía no se halle un poder absoluto.

La única diferencia que hay entre el poder de un Rey y el de una República es que aquél puede ser limitado, y el de ésta no puede serlo, llamándose absoluto en razón de la fuerza con que puede ejecutar la ley que constituye el interés de las sociedades civiles». Por tanto, el calificativo «absoluto» tiene aquí un sentido aséptico de poder supremo de una comunidad que no tiene a nadie jurídicamente por encima de él, lo cual es una característica común a cualquier orden comunitario, y que se puede representar con el famoso adagio del derecho canónico para el caso particular de la potestad papal sobre la comunidad eclesiástica: «Prima Sedes a nemine iudicatur».

Magín Ferrer, en su obra La cuestión dinástica, escrita en 1837, aunque no publicada enteramente hasta 1869, lo repite: «D. Fernando y Doña Isabel hicieron buen uso de la soberanía absoluta, derecho esencial de nuestros Reyes. «Soberanía absoluta», decimos, muy diferente de la despótica y tiránica, y que significa que el que la posee no reconoce superior en su pueblo, aunque supone la obligación moral de gobernarlo por leyes justas». Una vez desaparecida la primera generación de publicistas realistas y legitimistas (1808 – 1868), y por influencia del sector neocatolicista (proveniente del moderantismo) en las filas de la Comunión a partir de su unión durante el llamado Sexenio Revolucionario, empezó a extenderse en su seno una mentalidad general adversa a este calificativo. De esta novedad sociológica se hacía eco el diario La Época (órgano de los liberal-moderados) en 1871: «Hoy ya rechazan [los legitimistas] el dictado de «absolutistas» [en puridad, debería decir «absolutos»], de que tanto se enorgullecían, y adoptan el de «tradicionalistas», que nada concreta y a nada compromete, es verdad, pero que es bastante significativo para romper con las tradiciones del partido».

Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo de Granada.