De la soberanía (VII)

Publicamos la transcripción del séptimo artículo sobre la soberanía. Podrán encontrar la sexta parte de esta misma serie pulsando este enlace.

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Si negáis, se nos dirá, que la potestad de los reyes proviene de un pacto entre éstos y los súbditos, negaréis igualmente que existen en los Estados constituciones políticas, esto es, códigos de leyes fundamentales, de aquellas leyes sin las cuales no hay sociedad, leyes que determinan las relaciones entre el monarca y el pueblo, a par que las obligaciones que ambos tienen entre sí. Mal podríamos negar la existencia de tales constituciones, cuando las vemos establecidas en todos los Estados de Europa. Lo que negamos es que estos códigos provengan del supuesto derecho de soberanía popular, pues es constante que unos han nacido de los reyes mismos y otros de la fuerza y del engaño; en ninguno ha intervenido el pueblo; por el contrario no pocas veces los ha rehusado y, a pesar de eso, ha tenido que prestarles obediencia. Veámoslo por las naciones cuya historia nos es más conocida.

Desde el principio por la Antigua Grecia, contrayéndonos a los dos famosos  pueblos de Lacedemonia y Atenas. Establecidos por la fuerza los Heráclidas en el Peloponeso, se formó, entre otros, el reino de Laconia, gobernado por dos reyes hereditarios cuya voluntad soberana era indivisa. Desaviniéronse entre sí los ciudadanos por lo variable de las leyes, por la desigualdad de riquezas, etc. Licurgo, tío y tutor de uno de los dos reyes, había concebido el pensamiento de reformar la antigua legislación y, sin facultades de ningún género, sin curarse del consentimiento de los lacedemonios, mejor dicho, contra la voluntad expresa de una gran parte de éstos, publicó su nuevo Código, arrostrando grandes peligros. Lejos de querer explorar la voluntad del pueblo, sometiendo a su examen y discusión las nuevas leyes, le sedujo con artificios, recurriendo a mentidos oráculos y al fraude de exigir un juramento falaz, si bien sujetándose a la dura suerte de concluir sus días fuera del país nativo. En aquel Código se hallaba la Constitución del Estado y, sin embargo, no vemos que para promulgarla fuese necesaria la deliberación general de los ciudadanos, ni tampoco el nombramiento de diputados para discutirla y sancionarla: fue obra de la conspiración afortunada de unos cuantos. Solón, aunque no era dictador, dio a Atenas un código de leyes fundamentales como si lo fuese, obligando a los magistrados llamados Tesmotetos a que prometiesen con juramento que en cien años no se innovaría ninguna de ellas. En todas las revoluciones políticas ocurridas en aquel Estado se verá la lucha entre los pobres y los ricos, entre el pueblo y los magnates, y como término de las discordias, una Constitución, que unas veces es favorable a la aristocracia u oligarquía, y otras a la democracia, según la fuerza relativa de los partidos al tiempo de establecerla.

Aún se ve esto más patente en la historia de la república romana. Toda la parte política de aquel pueblo está reducida a una lucha de 500 años entre la plebe y el senado, entre la nobleza y el estado llano; lucha que da por resultado el triunfo lento y definitivo del partido popular, obtenido a fuerza de sucesivos acomodamientos, en que siempre arranca alguna concesión al contrario, debilitando su poder, de suerte que no hay inexactitud en aseverar que la Constitución era siempre dictada por el vencedor.

Vengamos a las naciones modernas, cuya historia nos interesa más, porque en ella están consignadas las que ahora se llaman libertades patrias. Destruido el imperio de Roma a consecuencia de la invasión de los bárbaros del Norte, multitud de tribus de aguerridos salvajes, salidas de los bosques de la antigua Germania y otras regiones septentrionales, se agolpan sobre el Occidente y Mediodía de Europa; y venciendo toda resistencia, se establecen en las provincias romanas, hacen de ellas varios Estados independientes y fundan las monarquías feudales. Finalizada la guerra, condecoran con el título de rey al jefe que los había llevado a los combates. Este título daba escaso ensanche a las facultades del agraciado, puesto que nada importante podía hacer en los negocios públicos sin contar con los principales cabos de su ejército, dueños casi absolutos de las porciones de territorio que se habían apropiado o les habían sido adjudicadas en la conquista. En tal situación, el pueblo vencido era considerado como una propiedad de los vencedores, viviendo reducido a una especie de esclavitud bajo el nombre de vasallaje, sin más derechos que los que sus mismos señores quisieron otorgarles, derechos que por lo regular consistían en poder hacer uso de una porción de los frutos que con el sudor de su rostro arrancaban de la tierra. Este vasallaje, tan duro en sus principios, fue suavizándose poco a poco, señaladamente después de que los conquistadores abrazaran la religión de los vencidos. ¿Qué Constitución produciría tal orden de cosas? Fácil es discurrirlo: una Constitución escrita con la punta de la espada; Constitución en la cual, por una consecuencia necesaria, ni tuvo, ni pudo tener parte alguna el pueblo. A la inversa, se le miraba como cuerpo extraño, puesto que únicamente los nuevos señores intervenían directa e indirectamente en los negocios públicos y de interés general, elegían rey cuando vacaba el trono y dirimían todas las demás cuestiones que afectaban al Estado.

Acrecentando con el tiempo el poder de los señores por el aumento progresivo del número y riqueza de sus vasallos, y consolidado el trono por la sucesión hereditaria de los reyes y otras varias causas, los monarcas miraron con celos el excesivo poderío de los próceres, y el pueblo comenzó a llevar con menos docilidad el yugo de los señores. Varió por consiguiente la situación política de las monarquías europeas. Desde entonces los reyes favorecieron por todos los medios posibles la emancipación de los vasallos, quienes a su vez contribuyeron a dar ensanche y esplendor a la prerrogativa real. Agradecidos los monarcas, concedieron fueros y privilegios a los pueblos, llamando a las juntas generales a los individuos más notables del estado llano. Llamáronlos primero como consejeros u hombres buenos, y convertida en derecho la costumbre, permitieron a ciertas ciudades y villas enviar diputados para que expusiesen sus necesidades y reclamasen aquellas franquicias y leyes que pudiesen contribuir a su bienestar. Los vasallos, prevalidos de este favor, procuraban sustraerse de la jurisdicción de sus señores y ponerse bajo la protección del trono.

  De aquí datan las cartas, los fueros y las constituciones de las sociedades modernas: cartas, fueros y constituciones que, sea la que fuere su diferencia, se reducen en sustancia, o bien a concesiones hechas por los reyes en favor del pueblo para disminuir el poder de los grandes, o bien a peticiones del pueblo que, unas veces desatendidas, y otras otorgadas, mejoraron la suerte de los vasallos, dulcificaron la esclavitud e hicieron del estado llano una parte integrante de la nación, igualándole a los otros dos brazos. Verdad es que desde el siglo XVI vemos en algunos Estados Constituciones o Cartas cuyo origen parece favorecer la opinión de los filósofos-publicistas a quienes impugnamos; mas esas Cartas o Constituciones no prueban el principio que se quiere establecer: son obras de la revolución, que, sobreponiéndose a todo derecho, crea otro, al que por la fuerza hay que obedecer.

  He aquí, en resumen, la historia del derecho público constitucional de las naciones europeas, historia que de seguro hallará exacta quien se ponga a hacer indagaciones sobre el origen de los códigos fundamentales que han regido en cada una de ellas. De esta historia se deduce concluyentemente que los tales códigos emanaron, o de la autoridad de los príncipes, o de la fuerza, o del engaño, sin que se viese intervenir al pueblo en su formación.

(CONTINUARÁ)

LA ESPERANZA