De la soberanía (VI)

Monumento conmemorativo del primer centenario de la aprobación de la Constitución de 1812 en Cádiz. Wikiwand.

Publicamos la sexta parte de la serie de artículos publicados originalmente entre finales de 1854 y principios de 1855. En el presente, se analizan las consecuencias últimas a que podría llevar el llamado «pacto social» que imaginara Rousseau como fundamento de la sociedad política. El lector comprobará que a pesar del tiempo en que fueron escritas, las palabras que a continuación reproducimos gozan de la máxima actualidad.

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Lejos de preceder a la formación de las naciones, el pacto que supuso Rousseau es enteramente imposible que haya existido en ninguna parte. Efectivamente, en ningún punto del globo han podido todos los individuos de un Estado, tal cual numeroso, expresar inmediata, libre y legalmente, con conocimiento de causa, su voluntad para ningún asunto concerniente a su gobierno; ya porque, según dejamos insinuado, es imposible que se reúnan todos en una sola junta; ya porque, aún dividiéndose en varias, hay que dejar fuera a las mujeres, los menores de edad, los privados de razón, los transeúntes, los fallidos, etc.; ya porque, reducido el número a solos los varones adultos que gozan del derecho de ciudadanos, todavía tendrían éstos que delegar sus facultades en poquísimas personas; es decir, en una imperceptible minoría comparada con el todo; y ya porque bastando la mitad más uno para que haya acuerdo, resultaría en definitiva que unos cuantos serían los que diesen por voluntad general la suya propia para formalizar el contrato y estipular sus condiciones.

Pues bien, supóngase ahora que la mayoría de los delegantes o una porción considerable de los mismos desaprueba lo hecho por los delegados: ¿qué se hace entonces con los disidentes? ¿Se les dejará en libertad para que celebren otro pacto y acuerden otras condiciones si les place? ¡Pobre sociedad, si tal se hiciera! Bien pronto a estos disidentes seguirían otros, y los pactos sociales vendrían a ser tantos como las religiones de los que se han separado del romano Pontífice. ¿Se les forzará con las armas a que pasen por lo que han acordado los apoderados? No, porque dice el oráculo de Ginebra que no sólo una parte considerable de la sociedad, sino cada uno de sus individuos tiene el derecho natural e imprescriptible de abandonarla cuando las circunstancias del pacto no le convienen. ¿Qué les parece a nuestros lectores? ¿No es tal pacto social el absurdo mayor que ha salido de cabeza humana?

Hagamos cuantas concesiones pueden hacerse. Demos de barato que sea posible semejante convenio, que se hace realmente y que la generación actual le acepta gustosa: ¿habrase adelantado algo con eso? No, porque, como soberana, puede decir cuando quiera que han variado las circunstancias y, por consiguiente, que es menester modificar el pacto y hacerlo adaptable a las nuevas exigencias del pueblo. Concédase que la generación actual no dice nada: ¿hará lo mismo la siguiente? Ni remotamente puede imaginarse. Naturalmente dirá que no le acomodan las leyes, o sea el pacto fundamental de sus antepasados; que estos eran unos bárbaros y que es una mengua seguir su sistema. Hemos empleado mal el adverbio «naturalmente», hemos debido decir que indispensablemente tiene que suceder así, porque de generación en generación varían las circunstancias de los países, varía el estado de las luces y varía todo, siendo imposible que el pacto que hoy es aceptable y ventajoso, lo sea igualmente dentro de treinta o cuarenta años. De aquí la necesidad de renovar continuamente el contrato social, de donde resultaría que nada había estable en las naciones y que en cada generación habría que mudar la forma de gobierno, su derecho público, su legislación y hasta su demarcación geográfica.

Para obviar tales inconvenientes, se nos dirá, pueden los individuos de la primera generación, esto es, los primeros contratantes, poner en el pacto fundamental que establezcan, como lo hicieron los famosos legisladores de Cádiz, la condición de que no se le toque ni pueda tocar hasta que haya pasado cierto número de años, con lo cual se harán imposibles estas frecuentes mudanzas. A quienes tal dijeren, podría contestárseles haciéndoles esta pregunta de Bentham: «¿Qué derecho tiene la generación actual para encadenar la voluntad de la generación venidera?». Si los hombres de hoy, como soberanos, son árbitros para arreglar las condiciones del pacto, ¿por qué no lo han de ser igualmente los de mañana y cuántos vengan tras ellos? Este argumento no tiene solución.

Además, fíjese la época que se quiera y veremos que no es posible que todos los individuos de una nación estén tan mal hallados con el estado de la sociedad en que viven, que se convengan en destruirla, para levantarla de nuevo. La historia, por el contrario, nos enseña que cuantas revoluciones han ocurrido en el mundo han sido siempre obra, o de imprevistas casualidades, o del arrojo de un corto número de individuos que, con buena o mala intención, han querido y logrado trastornar el orden establecido. La regeneración de un pueblo nunca ha provenido ni provendrá de una mutua, unánime y general resolución de sus habitantes. En toda mudanza, para que unos ganen pierden otros, y los que viven de abusos no querrán que se reformen. Los intereses particulares son varios, complicados y aún opuestos; por consiguiente, es imposible que todos los individuos de una nación se pongan jamás de acuerdo para emprender y realizar nuevos contratos que afecten a esos intereses. Cuando esto fuese posible, ¿quién duda que solamente intentarlo sería origen de grandes calamidades? ¿Qué otra cosa produjo la espantosa revolución de Francia de 1789 y ha causado el perenne malestar y el estado permanente de guerra en que vive la América española? ¿Quién si no ha causado la ruina de su agricultura, de su industria y de su comercio, el aumento de su Deuda, la corrupción de la moral pública y demás desastres que allí se están sufriendo? ¿Quién si no ha motivado los trastornos que han sobrevenido en la Península, la situación tristísima a que ha venido a quedar reducida, y las penalidades que aquejan a sus moradores?

No sólo es la guerra civil perpetua, con sus lamentables consecuencias, lo que hace horrible el frecuente cambio de pactos, sino el fundado recelo de una guerra extranjera, cuyo éxito sea la conquista del Estado y la pérdida de su independencia. ¿Qué sucedió a Francia en la última década del siglo anterior por haberse arrojado a innovar el orden de cosas existente? Que vinieron sobre ella horrores imponderables, una guerra casi continua de veinticinco años y la pérdida de cuatro millones de sus hijos; que su territorio fue ocupado dos veces por fuerzas extranjeras y que, si conservó su independencia, se debió únicamente a la imposibilidad de desmembrarla sin destruir el equilibrio europeo. ¿Qué sucedió a Polonia? Que desapareció de la lista de las naciones. ¿Qué ha sucedido a nuestras antiguas posesiones americanas? Que viven en una anarquía espantosa, y si no han sido conquistadas es porque su miseria y desmoralización no pueden excitar la ambición de ningún Estado. Y, por último, ¿qué ha sucedido a la infeliz España? Que se haya tan extenuada y sin vida que difícilmente podrá resistir a un ejército de 20.000 soldados.

Decidnos ahora, lectores imparciales y de buena fe: ¿es preferible este inmenso cúmulo de males al muy pequeño que puede haber en dejar que las cosas vayan por donde han ido desde el origen del mundo, salvo el ir haciendo en las sociedades, por mano de sus gobiernos, las reformas cuya necesidad haya demostrado la experiencia, cosa que siempre se ha hecho y se hará sin tener que recurrir a contratos imaginarios, a los que no podría llegarse sin pasar por tremendas revoluciones? ¿Es preferible la vida febril y angustiosa a que nos han traído esos pactos impracticables, a la tranquila y feliz que pasaron nuestros abuelos?

(CONTINUARÁ)

LA ESPERANZA