Transcribimos y publicamos la quinta parte de la serie sobre la soberanía, originalmente publicada entre finales de 1854 y principios de 1855. En el presente artículo se refuta sencilla y brevemente el llamado «pacto social», supuestamente constitutivo de las sociedades humanas.
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Es evidentemente falso que los hombres se hayan reunido en sociedad en virtud de un pacto, como propuso el misántropo de Ginebra. Habiéndose escrito tanto sobre esto, y siendo tan convincentes las razones con que se ha impugnado, parecía no haber necesidad de volver a combatirlo. Sin embargo, como los defensores y propagadores del absurdo principio de la soberanía nacional insisten en su desacreditado tema, fundándolo en el referido pacto, bueno será que demostremos aquí ser una quimera.
Efectivamente, súbase al origen de todas las naciones de la tierra, desde la más antigua hasta la más moderna; examínese con cuidado su historia, y se verá que ninguna de ellas ha llegado a formar cuerpo social por un acto mutuo y deliberado de sus moradores. Todas, sin excepción, se han elevado a la categoría de Estados por una serie de acontecimientos, en ninguno de los cuales ha tenido parte la libre elección de los pobladores del país. Contraigámonos a nuestra patria, cuyas vicisitudes nos son más conocidas. Por las escasas noticias que nos suministra la historia de los tiempos primitivos, se sabe que la Península se hallaba habitada de tribus que vivían en cuevas y chozas, siendo gobernadas, o por régulos, o bajo formas republicanas, o más bien patriarcales.
Atraídos de la riqueza de su suelo, vienen a establecerse aquí los fenicios y los cartagineses: hácense estos últimos dueños de una gran parte de su territorio, y para acabar de conquistarlo, traen de Cartago ejércitos numerosos dirigidos por capitanes afamados. Declárase la guerra entre Roma y la dominadora de la antigua Hesperia, y convierten a ésta en teatro de largas y sangrientas guerras, quedando al cabo sometida al poderío de los romanos. Invádenla luego los bárbaros del Norte, la hacen presa de sus armas, y levantan en ella una monarquía poderosa, la que, a su vez, es conquistada por los sarracenos. Refúgianse en Covadonga y San Juan de la Peña españoles de ánimo esforzado, salen de entre aquellos riscos resueltos a vencer o morir por la independencia de su patria, tienen la dicha de quedar vencedores en los primeros encuentros, y dan principio a los reinos de León, Castilla, Aragón y Navarra. Reúnense estas cuatro monarquías por cesiones, casamientos y herencias en una sola, que toma la denominación de reino, monarquía o nación española.
Preguntemos ahora: ¿en cúal de las épocas que hemos enumerado se convinieron los españoles en vivir juntos o a formar una sociedad bajo ésta o la otra forma? En ninguna, absolutamente. Pues lo mismo ha sucedido en las demás naciones del globo terráqueo, luego es un error clásico derivar la soberanía popular del pacto que, a decir de los revolucionarios, precedió a la formación de los Estados.
«Bueno —dicen los publicistas con quienes disputamos— que no haya acontecido pacto alguno expreso y formal a la constitución de las naciones, mas no se nos negará que por lo menos debió de haber un convenio tácito; es decir, una recíproca coincidencia secreta de voluntades para hallar una forma de asociación que proteja y defienda, con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, asociación por medio de la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo, y se quede tan libre como antes, que es eso lo que constituye la esencia del Pacto social de J. J. Rousseau».
Quien así discurre preciso es que ignore la historia acerca del origen de las sociedades. Aún explicando este origen a lo filósofo, siempre será una verdad innegable que no pudo menos de ser efecto de la más imperiosa de las necesidades. Atribúyase al amor mutuo de los dos sexos, a par que al efecto mutuo entre padres e hijos; atribúyase a la precisión de defenderse en común de las bestias feroces y de ayudarse para buscar alimento en el supuesto estado de la naturaleza; atribúyase al placer de conversar con sus semejantes, o a todas estas causas juntas lo que acercó y reunió a los hombres para formar lo que llamamos sociedad; siempre se deducirá en buena lógica que lo hicieron sin previo acuerdo, arrastrados por la necesidad en que estaban de recurrir a tal arbitrio, bien para satisfacer deseos vehementes que estimulaban su corazón, bien para librarse de las incomodidades y de los males que los aquejaban en el estado que vivían. Suponer que se hace por un convenio lo que se ejecuta casi indeliberadamente por la más fuerte e irresistible necesidad, es insultar a la razón humana, es asentar que la razón natural que existe entre los dos sexos, el amor entre padres e hijos y el acto instintivo de huir del peligro que amenaza y buscar la protección de otro, proceden de un pacto habido con anterioridad.
¿Es éste, publicistas, el contrato social del que deriváis la soberanía del pueblo? ¡No hay duda que discurrís como filósofos! ¡No hay duda que han sido portentosas vuestras elucubraciones, y que la posteridad debe estaros agradecida por los maravillosos adelantos que habéis hecho en la ciencia política! ¡No hay duda que vuestra época dejará eterna memoria a las generaciones futuras!
LA ESPERANZA