En la actualidad vivimos en una falsa, y completamente inefectiva, llamada democracia: realmente una oligarquía de la peor especie posible. No sólo una dictadura abierta y genuina es preferible a una oligarquía disfrazada de democracia, sino que es un resultado seguro y cierto de ésta. No creo que los pueblos de estas islas toleraran una dictadura abierta; pero, a menos que toméis medidas, una dictadura abierta se intentará.
Una vez que hayáis metido en vuestras mentes que el verdadero poder es vuestro si tan sólo lo ejercitarais, el mecanismo existente hoy día –con muy ligeras modificaciones– es sin duda suficiente para hacer efectivo vuestro poder si tenéis en cuenta ciertas consideraciones fundamentales.
No os imaginéis que una cuestión de democracia tenga algo que ver con el liderazgo. Democracia y liderazgo son una contradicción en los términos. Hay más espacio para el liderazgo en el mundo que nunca antes, pero vuestros líderes deberían ser vuestros servidores, no vuestros maestros.
No perdáis el tiempo buscando alrededor a alguien que vaya a hacer el trabajo por vosotros: no lo encontraréis. Si no lo hacéis vosotros mismos, no se va a hacer. Tomad a vuestros actuales Miembros del Parlamento tal y como os los encontréis, y desengañadles de la idea de que ellos son genios-enviados-del-cielo a los que habéis elegido para dirigir el país por vosotros. Ellos no dirigen el país de ningún modo, pero vosotros les permitís pensar que lo hacen. Vuestros Miembros del Parlamento son elegidos para representar la voluntad común, no la inteligencia poco común. El lugar adecuado para la inteligencia está en las filas de los técnicos que debieran ser los servidores de la voluntad común.
Con la voluntad común va el poder común, es decir, el Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea, la policía, y las otras sanciones de la Corona. No es necesario –y obviamente es absolutamente impracticable para vosotros– organizar un ejército, una marina y una fuerza aérea para luchar con el Estado. El Estado ya los tiene, y el Estado es vuestro Estado. Que quede perfectamente claro que vosotros vais a usar éste para vuestros fines y no para los fines de la oligarquía.
A este respecto, quizás pueda enfatizar el absurdo de hablar acerca de sistemas, como si los sistemas pudieran hacerse funcionar sin los hombres. Muy abajo de las cuestiones de finanzas, el asunto fundamental que está en juego en la civilización hoy día es el de la responsabilidad personal.
Tú no puedes luchar con un sistema, tú solamente puedes luchar con la gente que pone un sistema en funcionamiento. Tú no puedes luchar contra el robo, tú sólo puedes luchar contra los ladrones. Tú no puedes luchar contra la malaria, tú solamente puedes destruir a los mosquitos. Uno de los más pestilentes rasgos de nuestra presente civilización es la idea de que, si alguien es pagado por una organización para hacer una injusticia, la responsabilidad por la injusticia recae en la organización y no en él.
No os equivoquéis al respecto: no hay justificación alguna para semejante teoría en el funcionamiento del universo. Si tú pones tu dedo en el fuego por orden de la compañía que te emplea, eres tú el que te quemarás, no la compañía. Cuando un departamento gubernamental inflige sobre ti algunas limitaciones de tu libertad, no es el departamento gubernamental el que lo está haciendo: es algún individuo; y éste no lo inflige sobre una abstracción llamada «El Público»: él lo inflige sobre John Smith y la Sra. Brown.
Nunca conseguirás una acción efectiva en relación a las materias del tipo que estamos discutiendo esta noche si tú permites que aquéllos que ponen en funcionamiento el sistema declinen la responsabilidad por su participación particular en él, al mismo tiempo que se benefician mediante su ayuda al así llamado sistema.
Si los recaudadores de impuestos tuviesen que agregar de sus propios bolsillos el diez por ciento al dinero que recaudan, todos tendríamos evaluaciones mucho más pequeñas. La restauración del concepto de responsabilidad del individuo por sus actos –independientemente de que esos actos se hagan bajo las órdenes de algún otro– es, en mi opinión, esencial para un mundo mejor y más estable; y recomendaría particularmente a vuestra atención el hábito de identificar las acciones con los hombres más bien que con los sistemas.
De hecho, estaréis ayudando a esos hombres a reconocer su responsabilidad, lo cual es obvio que está lejos de ser el caso hoy en día.
Sería una impertinencia por mi parte comentar sobre la política local, y no tengo intención alguna de hacerlo. Pero sí subrayaría la inmensa ventaja que poseen las pequeñas y comparativamente móviles comunidades en obtener el control sobre su propia política, y os instaría a resistir cualquier sugestión que disminuyera esa ventaja. La política establecida de la finanza internacional es la de disminuir la soberanía local, y vuestra política debiera ser la de incrementarla.
En conclusión, tal vez me permitiréis que exprese mi opinión de que en este asunto hay ahora una lucha final. En los próximos años, o bien os convertiréis en súbditos de un Estado Servil –superante en poderes a cualquier cosa conocida en la Historia–, muy posiblemente bien alimentados y seguros en los días de esclavitud y resentidos de su libertad; o bien habréis logrado –pero sólo mediante la lucha más grande de la Historia– todas esas cosas, junto con la libertad: libertad de expresión, libertad de acción, un inmenso ocio, una inmensa oportunidad.
Nadie va a obtener estas cosas para vosotros. Debéis elegir si las queréis; y si decidís que sí, debéis entrar en acción sin dilación alguna.
Tenemos en Belfast –y, de hecho, por todo el mundo– un mecanismo conocido como Campaña Electoral que, con el apropiado espíritu detrás de la misma, puede hacer del Gobierno vuestro servidor. Os hemos proporcionado el mecanismo: vosotros debéis suministrar el espíritu.
Los principios implicados en él han sido puestos a prueba en muchos lugares y nunca han fallado. La bonificación de los soldados en los Estados Unidos se forzó a través del Congreso, en contra de la encarnizada oposición de los intereses financieros, mediante exactamente los métodos que os estamos pidiendo que empleéis. Cuando el Sr. Roosevelt fue acusado por los intereses financieros de ceder a la presión, él replicó –en mi opinión– con completa justicia: «Mi oficio consiste en ceder a la presión».
Vosotros, individuos cuyos intereses están siempre en juego en materias de política; que sois matados, heridos, mutilados, envenenados en cada guerra; que estáis hambrientos y abatidos en cada depresión industrial; que trabajáis largas horas bajo –en algunos casos– condiciones desagradables, por objetivos de los cuales no os beneficiáis: vosotros sois el pueblo que nunca aplica ninguna presión efectiva y continua sobre el Gobierno.
A veces pienso que los mejor intencionados de entre la oligarquía dominante proponen sus calculados insultos de tiempo en tiempo a fin de incitaros a concienciarse de la situación.
Permitidme que les envíe un mensaje desde Irlanda del Norte para asegurarles que han tenido éxito.
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