Estas medidas de liberalización, circunscritas a la ciudad de Roma, fueron extendidas también al resto de los Estados Pontificios por Edicto del Cardenal Camarlengo, de 10 de abril del mismo año, en cuyo exordio se manifestaban con más claridad las nuevas ideas: «El temor de que pudiese faltar –dice– el género más necesario a la humana subsistencia, o de que los vendedores se confabulasen para aumentar excesivamente el precio, movió en lo pasado a la mayor parte de los Gobiernos a reglamentar menudamente el cultivo y el comercio de los granos. Pero una legislación que restringía en tan estrechos confines el derecho de propiedad y el interés de labradores y comerciantes, único motivo fecundo siempre de la actividad y de la industria, no podía corresponder al laudable fin que la había dictado. La carestía nacía muy a menudo de las mismas leyes prohibitivas imaginadas para prevenirla. Por esto, con más razón, de algún tiempo a esta parte, todos los Estados han concedido, aun en el artículo de los granos, aquella indefinida libertad en la circulación interior y en el precio de que siempre gozaron tantos otros géneros también necesarios al sustento humano, los cuales, por la libre competencia de los vendedores, se llevaban allí donde se notaba que hacían falta y donde por tanto había seguridad de despacharlos».
El mismo Pío VII, en la –podríamos llamar– «Exposición de Motivos» de otro Motu proprio suyo sobre la materia, de 4 de noviembre de 1801, achacaba al antiguo «sistema anonario vinculante» el estado de miseria (squallore) actual de la Campiña Romana en el que ésta había caído poco a poco, y agregaba: «si hay medio, no obstante, de obtener ese deseable intento [la distribución o abundancia de bienes de consumo], éste es ciertamente el de la indefinida libertad de tráfico interior ya otorgada, la cual, haciendo provechosa la condición de los agricultores, logra que el interés particular coincida con el del Estado y con el bien público».
Por último, citamos también su Motu proprio de 18 de diciembre del mismo año, por el que se suprimían la mayor parte de los antiguos gremios de artesanos (antica istituzione delle università di arti e mestieri), para que así ninguna de las artes y profesiones cuyos gremios se abolían –afirma el Papa– «estuviese privada en lo sucesivo de aquella libertad que es la única eficaz para animar y acrecentar la perfección de esas artes, y en todas arraigase aquella emulación que en beneficio de los consumidores y del pueblo ocurre siempre en aquellos géneros que dependen de la libre competencia de los artesanos y vendedores».
Posiblemente León XIII, y sobre todo Pío XI, hubieran quedado algo sorprendidos por esta –en cierta forma– buena acogida pontificia de las innovaciones teoréticas de la emergente nueva «ciencia» de la Economía, en donde la antigua tasación o fijación de precios periódica por el poder público venía a ser sustituida por la ensalzada «ley» de la oferta y la demanda. Pero la cosa no resulta sencilla si uno pretende concluir que la Doctrina Social de la Iglesia impulsada desde finales del siglo XIX habría que entenderla necesariamente en el sentido de una vuelta al viejo «régimen anonario»; más aún cuando, aquellas disposiciones «sociales» que vinieron adoptándose en las Administraciones occidentales contemporáneas desde principios del siglo XX y que en apariencia podrían considerarse afines a dicho régimen, quedaban completamente despojadas de su antigua posible virtud al surgir integradas en el marco de Estados soberanos revolucionarios de intrínseca tendencia totalitaria anticatólica.
Teniendo esto en cuenta, es como se entiende mejor, por ejemplo, que el agricultor y publicista católico José M.ª Gil Moreno de Mora (Presidente de la Cámara Oficial Sindical Agraria de Tarragona durante varios años en la década de los sesenta), abogara, a fin de conseguir a la vez precios rentables para el productor y asequibles para el consumidor, por un verdadero libre juego de la oferta y la demanda, unido a la supresión de la intermediación especuladora y a la integración de la industrialización y comercialización de los bienes primarios en genuinas estructuras sociales cooperativas, como modo de solucionar (entre otras medidas complementarias) la situación de destrucción masiva del sector primario (en beneficio coyuntural del secundario industrializador, y, mayormente, del terciario comercializador) a que habían abocado las políticas económico-administrativas de la Dictadura franquista, sobre todo en el período de las planificaciones de los Gobiernos liberalizadores de 1957-1973. Su testimonio de cargo aparece condensado principalmente en el opúsculo De los tópicos a una doctrina del campo (1976, ed. Speiro), verdadero manifiesto contra la labor devastadora desarrollada por los tecnócratas (idénticos a los de otros países del entorno occidental) bajo la tutela de los «expertos» de las organizaciones internacionales, y que continúa desplegándose en sus mismas líneas esenciales (con sus equivalentes efectos) hoy día al dictado de la P.A.C. desde Bruselas.
La filosofía católica defendida por el Sr. Gil Moreno de Mora († 1979) sigue marcando una orientación sana y correcta para la «cuestión social»; pero, al descender al campo de los métodos adecuados para su ejecución, queremos insistir una vez más en que el camino para una verdadera resolución de los problemas nacidos de la nueva realidad económica contemporánea radica en la rectificación del actual defectuoso funcionamiento del sistema financiero, concretado en sus tres vertientes constitutivas: ingresos financieros de la población, precios financieros de los bienes-servicios de consumo, e impuestos. Este defecto, en conexión con las inmensas potencialidades de productividad de dicha realidad, conduce hacia esa absurda paradoja de las «crisis de superabundancia», que no pueden ser ya afrontadas apelando a los caducos mecanismos alternativos, o bien de la aprobación de precios fijos por decretos administrativo-estatales, o incluso por determinación de posibles asociaciones gremiales autónomas; o bien de la simple apelación a la «ley» de la oferta y la demanda como formadora de los precios, la cual, bajo el susodicho deficiente sistema financiero actual, siempre desemboca en la decisión impuesta por monopolios, duopolios u oligopolios hegemónicos que están a merced del mismo. Mecanismos obsoletos ambos, invocados sin embargo hace poco por dos Profesores liberales (uno clásico y otro tradicionalista) en una especie de debate o algo así, el cual, en lo que concierne a este punto, en verdad no habría diferido mucho de otra discusión acerca de si hoy día es mejor medio para viajar la locomotora a vapor o la diligencia.
Félix M.ª Martín Antoniano
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