Como la Divina Providencia hace a menudo gala de un peculiar sentido del humor, resulta que le debemos al más bien impío Woody Allen una de las más geniales líneas de guión que podemos volver contra la incineración: la escena pertenece a «Misterioso asesinato en Manhattan» (sí, otra vez). Como ya la conocen bien por nuestro artículo de hace algunas semanas, vamos directamente al grano: Carol (Keaton), cuyas sospechas sobre el peculiar deceso de su madura pero robusta vecina crecen sin medida, acaba de colarse en el apartamento del viudo para buscar pruebas incriminatorias. En un armarito de la cocina ha descubierto una urna con cenizas que atribuye inmediatamente a la difunta. [Nota bene: Aunque parece obvio, no está de más desaconsejar vivamente al amable lector el guardar los restos de sus antepasados en lugar tan inconveniente: en el trajín de una cocina, uno puede confundir tan fácil como fatalmente, la urna de la tía Rosamunda con el bote de comino]. Carol, muy alterada corre a comunicarle a Larry (Allen) su descubrimiento:
«- ¡Larry, la hizo incinerar!
– ¿Y cómo sabes que era ella? ¡Sólo eran cenizas! ¿Se parecían a la Sra. House?»
Es cierto que, como sospecha Carol, incinerar un cadáver es un medio muy eficaz de ocultar pruebas de una muerte violenta. Pero, además, es muy ecológico y muy deseable en un mundo con tan graves y serios problemas de espacio y de superpoblación.
El planeta está lleno de gente: uno no tiene que alejarse mucho de casa para comprobarlo. Por ejemplo, incluso una vez que se ha abandonado la populosísima área de influencia de Madrid (que se extiende, hacia el este, hasta Guadalajara capital, más o menos), no cabe uno en su asombro al comprobar las densas barriadas residenciales de varios pisos de las otrora despobladas comarcas alcarreñas; los rascacielos de Atienza y sus pedanías; la riada de gente que se apiña en esa gran metrópolis que es Soria. Resulta difícil encontrar un solo kilómetro cuadrado de la meseta castellana en el que no se amontonen cuatro o cinco villorrios que son casi como capitales de provincia. Y si no hay sitio para viviendas, mucho menos para cementerios. Otro tanto, me consta, sucede ya en las Españas de Ultramar: uno puede ya bañarse en el Caribe y en el Pacífico sin salir del centro de Ciudad de Méjico, tanto ha crecido el distrito federal; el nuevo ramal del Subte de Buenos Aires ya hace el recorrido Salta-Ushuaia; y parece que en Panamá hay tantísima gente que ya pueden abrir y cerrar las esclusas del Canal a fuerza de brazos. Se rumorea que el Gobierno de Filipinas ha hecho venir a expertos holandeses en diques y pólderes para desecar el mar interinsular para tener más espacio para casas. Y son sólo algunos ejemplos.
Tales y tan alarmantes noticias han movido al Santo Padre a dar carta de naturaleza a su ya larga –al menos desde Laudato si’– relación con el pensador neomalthusiano Jeffrey Sachs, nombrándole miembro de pleno derecho del Pontificio Consejo de la Ecoteología; digo, de la Pontificia Academia de Ciencias. El sr. Sachs no ha ocultado nunca su firme compromiso con la Doctrina Social de la Iglesia (Posmoderna): en particular, su defensa adamantina del aborto, del desviejamiento [al DRAE les remito], del control de la natalidad y, en fin, de todo mecanismo más o menos bárbaro para reducir la población mundial, a la que le sobran unos 400 millones, al menos. Dudo mucho que el sr. Sachs considere que el sr. Sachs está comprendido en esos 400 millones de personas con derecho a morir rápidamente. Contengan su ira y su sorpresa: nada tiene de extraordinario el nombramiento; todo encontrará, a su debido tiempo, el encaje necesario en la nueva teología francisquista. Los dogmas evolucionan de manera homogénea. Y si usted piensa que no, es que es usted un sucio fascista que debería ser eutanasiado.
Muy poca gente sabe ya que hasta el total trastocamiento del Código de Derecho Canónico operado en 1983, la Iglesia excluía del enterramiento en sagrado (y, por ende, de toda celebración pública de exequias, misas de Réquiem etc.) no ya a quien se hiciera efectivamente incinerar, sino incluso a quien hubiese manifestado públicamente, en testamento, por ejemplo, tal intención. Y no es para menos, pues el cuerpo del hombre, que ha sido templo del Espíritu Santo, merece un cierto respeto. La idea, ciertamente no muy agradable, de ser un día pasto de los gusanos debe contribuir a nuestra meditación de la caducidad de esta vida. Además, ¡los pobres bichos tendrán que comer, digo yo! Lo «malo» es que no se trata de una norma caprichosa y carente de implicaciones teológicas.
El católico vaticanosegundista cree en el Infierno tal y como lo explica el cardenal de Lubac: o bien inexistente, o bien vacío. Las sus ganas, Eminencia Reverendísima. Se ha producido, empero, una paradoja genial que demuestra una vez más que las verdades de la doctrina católica no sólo lo son, sino que están mutua, delicada y complejamente imbricadas. La falta de fe en la punición eterna ha llevado, paulatina pero inexorablemente, a la descreencia general, también, en el premio eterno. Los pocos católicos que, raramente, hablan del Cielo, lo hacen con el mismo entusiasmo (o menos) con el que te cuentan que se van a comprar una nueva lavadora.
Aunque intenten meternos con calzador la idea luterana de que Cristo ya ha merecido la salvación por nosotros, de tal suerte que no nos resta nada por hacer salvo esperar sentados; e incluso la idea lubaquiana de la «irresistibilidad» de dicha salvación (i.e. Dios nos salvará porque Le da la Suprema Gana, lo queramos nosotros o no); aunque el terror de sabernos pecadores no engendre ya en nosotros una verdadera humildad, sino una creencia totalmente irracional en un Dios Suprema Arbitrariedad y Suma Injusticia, que no perdona el pecado, sino que decide ignorarlo (¡!), hasta el católico más amembrillado sospecha, a veces, que a lo mejor no tiene ganado el billete al piso de arriba de la Vida Eterna por sus ojos bellidos. Así que, casi mejor dejar en prudente suspenso el deleitarse en el pensamiento de la visión beatífica, no sea que de ahí uno acabe reflexionando sobre todo lo que va a tener que penar antes (aquí o en el Purgatorio), para limpiar su alma de las manchas del pecado… O, peor aún, que acabe uno cayendo en la cuenta de cuántas veces y con cuánta fruición ha merecido pasar su eternidad en las calderas de Pedro Botero.
Más vale así: ni se tiene uno que angustiar sufragando misas por el eterno descanso de tío Romualdo; ni se pierde tiempo y dineros yendo a San Cucufate de Fermoselle el día de Todos los Fieles Difuntos a ponerle unas gardenias a la tumba de la prima Basilisa. Es más, conocedores como ahora somos del alto contenido en suculentos nitratos de las cenizas, en vez de cometer el ecocidio de cortar el susodicho ramito de gardenias para ponérselas a un difunto, podemos utilizar el difunto para abonar el macizo de gardenias. Así comenzamos a purgar la deuda de nuestros pecados ecológicos (esos que sí existen en la Nueva Cristiandad). Incluso, cuando terminemos de consumir este «Sustrato Universal Abuela Josefina» y los restos de otros venerables antepasados en nutrir a las aún más venerables plantas de la terraza, podemos utilizar la urna como albahaquero.
«- ¡Larry, la hizo incinerar, he visto sus petunias!
– ¿Se parecían a la Sra. House?».
G. García-Vao