Una noticia cada vez más recurrente en nuestros telediarios es el hallazgo de un cadáver en un solitario y desvencijado piso, medio comido por los gatos. A menudo son los propios gatos quienes dan la voz de alarma porque, tras mondar los restos mortales de su difunto dueño, empiezan a sentir de nuevo el aguijón del hambre. Morir solo es un espanto. Morir teniendo como única compañía un puñado de felinos que darán cuenta de uno tras pasar al otro mundo, es una terrible broma macabra. Y, sin embargo, es el fin que aguarda a muchas personas que viven solas, abandonadas, improductivas e ininteresantes para el Estado y para sus semejantes.
Resulta ocioso hablar hoy de estos temas, cuando la progresía biempensante de Occidente nos ha convencido a todos plenamente de que, después de todo, la eugenesia no está tan mal. Seguimos acuerdo en algo, al menos: exterminar minusválidos, castrar locos y disminuidos psíquicos y deportar o masacrar a colectivos que no quieren integrarse en la sociedad quizá sean soluciones un poco drásticas. Cosas típicas de un nazi que se reconoce como tal.
Hoy en día los regímenes totalitarios a los que estamos sometidos con babosa sumisión no necesitan cosas tan groseras como cámaras de gas ni campos de concentración para hacer lo que Hitler y sus chicos llevaron a cabo en media Europa hace no tanto tiempo.
Porque la progresía biempensante (que ayer legitimaba el Reich y hoy legitima otras cosas no menos preocupantes) ha descubierto que siempre existe algún uso económica y socialmente rentable para la escoria social que puede justificar su no (inmediata) eliminación. En lugar de matar inválidos directamente, se les puede contratar por salarios irrisorios para someterles a condiciones de trabajo de semi esclavitud que, sin embargo, satisfacen a todo el mundo: al trabajador, porque se le hace creer que él también es normal; al empresario, porque puede sentirse como todo un Sesostris III, con lavado de cara institucional incluido y desgravaciones fiscales muy jugosas; y al erario público, porque un sueldo más es una declaración de la renta más.
Y, en cualquier caso, prosigue la progresía biempensante, el aborto sigue siendo libre, gratuito y jurídicamente irreprochable. Toda mujer que sufra delirios de Magda Goebbels puede exterminar el fruto de sus entrañas con todo el despliegue de medios y de ingenio que su lúbrica imaginación le permita desear.
Por último, cuando los locos, minusválidos, solitarios y raritos dejen de ser útiles al conjunto de la nación económicamente productiva, el servicio público de eutanasia se encargará de deshacerse higiénicamente del problema. Cosas todas ellas, propias de nazis que se obstinan en no reconocerse como tales.
Sin embargo, el problema puede alcanzar proporciones gigantescas en un corto espacio de tiempo. Y es que hoy en día la mayoría de países del rancio Occidente tienen que enfrentarse a un problema cada vez mayor y que consiste en una masa siempre creciente de población que necesita atención especial y que no está en condiciones de recibirla: bien porque no tienen quien se la dispense; bien porque quien debería dispensársela, no está dispuesto a hacerlo; bien, simplemente, porque no se lo pueden permitir (los morideros son bastante caros, sobre todo con la masiva desaparición de hospicios regentados por religiosas).
Los Estados no quieren que muramos en casa, porque no quieren que muramos solos. Y no les falta razón. Morir solo es un final espantoso. Pero no podría afirmar con seguridad que morir «acompañado» de un señor con batín que aguarda nuestro deceso como agua de mayo para poder terminar su turno sea necesariamente mejor.
Esta es probablemente la reflexión que se hicieron las encantadoras Srtas, tías de Cary Grant en la divertidísima Arsénico por compasión. Ambas señoritas, de una corrección y unos modales que no dejarían nada que desear al más rancio puritano de la vieja Nueva Inglaterra, viven en una encantadora casita de dos pisos con sótano, en compañía de su sobrino, que está perfectamente convencido de ser el presidente Roosevelt en persona y de hallarse en medio de la peligrosa construcción del Canal del Panamá. En efecto, en la casa se encuentran con cierta frecuencia víctimas de la «malaria», contraída en las insalubres marismas del Istmo, que el infeliz sobrino se ocupa personalmente de enterrar en el subsuelo de la vivienda. (Por qué no le sorprenda que todo un Presidente de los Estados Unidos de América tenga que cavar personalmente las tumbas de los obreros muertos durante la construcción del Canal, suponemos que forma parte de su cuadro clínico).
Los muertos, que están bien muertos, no lo son por la picadura de un mosquito inoportuno, sino por un oportunísimo brindis con las encantadoras tías: un vasito del «licor especial» de las dulces ancianitas y el convidado se queda más tieso que el Comendador del Don Juan.
Las Srtas. no son malas en absoluto. Tienen una idea ciertamente particular de la caridad fraterna, pero no son unas asesinas despiadadas. Muy al contrario, haciendo gala de más humanidad y caridad que todos los Ministerios de la Muerte (digo, de Salud Pública) de la UE actuando en comandita, esas dos ilustres filántropas (filantrópicas, si me admiten un abusivo casticismo muy del cine español), han llegado a la conclusión de que el asesinato por caridad puede estar más que justificado en determinadas circunstancias.
En un ejercicio de constante amor al prójimo y al desvalido, las dos ancianas reciben en su casa, con bondad maternal, a cuantos mendigos, desahuciados y otras gentes menesterosas encuentran en sus paseos cotidianos. Una corta conversación les pone al corriente del estado civil y social de sus huéspedes; la mención, muy habitual, de la soledad y del más perfecto abandono, en lugar de provocar un mohín de compasión en las dos caritativas señoras, lo que excita es una mirada cómplice, una sonrisa en la comisura de los labios y una inmediata invitación a beber un vasito de licor. No se trata de administrar arsénico al primero que pase, sino de liberar de una existencia miserable y solitaria a los más solitarios y miserables. Las Srtas., evidentemente, creen estar llevando a cabo un acto de la más elevada misericordia corporal, dispensando a sus infortunados huéspedes de la solicitud por los bienes de este mundo.
Como tan a menudo suele pasar, el problema ha sido correctamente identificado: hay mucha gente sola cuya vida resulta tan absolutamente tediosa y triste que preferirían morir a seguir viviendo un día más.
El diagnóstico de la situación es, también, certerísimo: la soledad y la miseria están estrechamente ligadas: no hace falta ser Lolita Flores para saber cuánta verdad encierra aquello de Cuando yo tenía dinero, me llamaban Don Tomás; como ahora ya no lo tengo, me llaman Tomás, ná más. La pobreza no tiene amigos.
Por otro lado, los solitarios, sobre todo los ancianos y los enfermos solitarios, suelen acabar en la miseria pues, como el hombre es egoísta y pecador, siempre es más caro cuidar de sí mismo que cuidar de otro.
La solución, sin embargo, como si viniese de algún alto comisariado político, es como matar moscas a cañonazos: que dos simpáticas lunáticas decidan ejercer su caridad por vía de asesinato, para evitarles a unos cuantos desgraciados un fin lamentable, es un peligro para la sociedad; peligro debidamente conjurado por Cary Grant quien, pese a ser su sobrino, conserva algo de buen juicio. Pero que el Estado se proponga hacer lo mismo (aunque sólo lo haga proponiendo a la ciudadanía la titularidad de un dudoso derecho a morir con dignidad), lejos de ser un peligro para la sociedad, es la puesta en práctica del contrario absoluto de la sociedad: una sociedad fundada en principios deletéreos que, lejos de procurar la vida común y feliz de sus miembros, se propone el altísimo objetivo de dispensarles una muerte rápida e higiénica.
La conclusión no es, desde luego, una apología de los ancianos solitarios que sirven de postrer alimento a sus propias mascotas. Eso no es menos dantesco. Sólo resulta más llamativo y más chocante que un hospital público donde se suicida a la gente. Y, por eso, es preferible.
Una sociedad en la que a la gente se le abran las carnes al pensar en la perspectiva de morir solo en un inmueble desangelado para ser pasto de los felinos, aún tiene alguna esperanza de salir del paso. Una sociedad que pretende deshacerse de ese problema proponiendo a los ancianos una desaparición estéticamente impecable y dentro de la más exquisita legalidad, ha dejado de ser una sociedad humana.
El arsénico ―o los barbitúricos― no son compasión, sino cinismo, es decir, la crueldad elevada a la categoría de principio moral.
G. García-Vao
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