De dodos (I): What does a dodo do?

Dos dodos, fotograma de la película «Ice Age»

O sea, ¿qué hace un dodo?, pero en inglés. No por un prurito de pedantería, sino por un prurito de aliteración, con pretendido efecto cómico…

La mayoría de la gente sabe lo que es un dodo. Lo cual resulta bastante chocante, si se para uno a pensar, ya que se trata de un pájaro torpón, de improbable interés científico, endémico de la isla Mauricio y extinto desde hace más de 300 años. Tanto más chocante cuanto que a muchos nos costaría nombrar diez pájaros de nuestra región pero, oigan, una gallina cojitranca del Océano Índico desaparecida en el s. XVII no se nos despinta a ninguno. O tempora, o mores!

El dodo de la película de «Alicia en el País de las Maravillas»

Los pocos lectores jóvenes de estas líneas quizá conozcan al dodo por las películas de «La edad de hielo» («Ice Age» en pedante); los menos jóvenes, por la película de «Alicia en el País de las Maravillas» de dibujos animados de la Disney (y no la aberración de terror gótico de Tim Burton); los nada jóvenes, por la novela que la inspiró.

Yo creo que el dodo se ha ganado un lugar en la historia de las ideas políticas; a título de símbolo, claro: como saben, este simpático pavo cabezudo desaparece de la faz de la Tierra –es decir, de la superficie de Mauricio- a causa del voraz apetito de los marinos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, uno de los más destacados sindicatos del crimen organizado de la Edad Moderna.

De aquellos días son los célebres versos que dicen:

«Dulce delirio

Delicada delicia, digna del dios de Delfos!

Dodo dourado»

(Se dice, efectivamente, que los marinos holandeses robaron, entre otras cosas, la famosa receta portuguesa de bacalao para preparar el dodo de esa guisa; guiso, mejor dicho).

Se ha dicho, sí, que el ecocidio (que no es, pese a la creencia popular, el asesinato del eco), perpetrado por los piratas mercaderes neerlandeses es una poderosa metáfora de cómo el insaciable mercantilismo del s. XVII (que evolucionaría hacia formas cada vez más despiadadas de capitalismo) devora sin titubeos la naturaleza, utilizando sin criterio alguno todos los recursos a su alcance para producir beneficios.

Me parece que hay otra lectura, semejante en cierto modo y, en cierto sentido también más literal, que puede hacerse del triste final de nuestro querido avestruz pigmeo del Índico. Así, llamaré «dodo» a toda ideología política (o político-económica, si se quiere) que, pareciendo y pretendiéndose otra y distinta del arrollador liberalismo pseudo-libertario del capitalismo tardío (o ideología «Netflix, salario mínimo y derechos de bragueta») contribuye en realidad y por vía digestiva –es decir, porque acaba siendo fagocitada e incorporada- al crecimiento y expansión del monstruo capitalista. O sea, de las Compañías Holandesas de las Indias Orientales de nuestro tiempo.

Mi punto de partida es una seria reflexión de Chesterton, o quizá de Juan Manuel de Prada, que apunta a las cada vez más evidentes sinergias entre las dos grandes ideologías supuestamente irreconciliables y teóricamente irreductibles; que no lo son, ciertamente, la una a la otra ni la otra a la una, pero quizá sí lo sean ambas a los postulados fundamentales de la Revolución. A saber: «el capitalismo ha alcanzado todo aquello que el comunismo amenazaba con hacer». Creo que se puede argumentar con bastante facilidad que el principal logro de las diversas matanzas pacíficas y bondadosas revoluciones comunistas de acá y de allá no ha sido el establecimiento de regímenes más o menos efímeros y más o más aún criminales, sino su sin igual contribución a transformar a generaciones enteras de antiliberales en defensores a ultranza del Estado y del modo de producción, comercio y propiedad capitalistas como supuestos únicos medios eficaces de preservar al mundo del marxismo. Si no me creen, les recuerdo que en vísperas del Alzamiento Nacional, el Carlismo tenía aún representación (y no desdeñable) en Cortes: cuarenta años de fantasmas bolcheviques y judeo-masónicos después, con la impagable colaboración de la Roma que en el Concilio Vaticano II se negó hasta en tres ocasiones a condenar el bolchevismo, quedamos nosotros. Dicho con otras palabras: el «miedo al rojo» no ha hecho, ni mucho menos, progresar la causa de los «blancos», monárquicos, tradicionalistas y antiliberales; ha teñido a los blancos de «azul cristiano-demócrata» y conservador, en el mejor de los casos; tonalidad política sospechosamente proclive a ceder, en aras de una falsa seguridad frente a los hombres del saco de la hoz y el martillo un pedacito más de soberanía y de tradición a las grandes logias naranjas, corporativas, liberales y holandesas, ellas.

Resumiendo, que hay tres cosas que yo no le perdono al comunismo: Franco, el Concilio Vaticano II y la Unión Europea.

Grabado de un dodo

«Entonces, ¿sugiere usted, don Gildo, que las grandes ideologías anticapitalistas han surgido de Dios sabe dónde con la finalidad de servir de sustento a su –supuesto– archienemigo?». No. No digo que la causa final del comunismo sea hacer avanzar el capitalismo liberal en Occidente. Como no sostengo, tampoco, que la causa final del dodo sea servir de alimento a los marinos holandeses. Si Dios en Su Infinita Sabiduría hubiese querido crear a los dodos sólo para ser devorados, los habría creado, muy probablemente, ya desplumados y asándose en su propio jugo cuando los holandeses llegaron a Mauricio. Así que no, quiten «causa»; además, ésta no es la sección de doctrina carlista: fíjense bien que pone «humor». El hecho, se pongan como se pongan los nostálgicos retrotópicos de la Unión Soviética, es que el final (lisa y llanamente) de la gran Rusia Roja ha sido un gran banquete del que todos hemos salido un poquito más liberales y un poquito más amigos del Ibex 35 (o de Wall Street).

A lo mejor la URSS fue un dodo; como la socialdemocracia; como el comunitarismo de Rod Dreher (¡ésta no se la esperaban!). Ya saben lo que canta el dodo de Alicia: «yo nunca me mareo, pues me gusta el bamboleo». Los dodos son así: salen de la espesura contoneándose con un bamboleo cadencioso (eso es porque son cojitrancos) y no les importa demasiado acabar en un puchero a bordo del Reina Guillermina, con tal de haber disfrutado de su efímero momento de gloria.

Durante las próximas semanas, partimos a la caza del dodo. Vayan poniendo la mesa.

(Continuará)

G. García-Vao