Sitúense en la siguiente escena de Alicia en el País de las Maravillas: la infeliz Alicia, acaba de cometer un evidente allanamiento de la morada del Conejo Blanco, con el añadido de un hurto de galletitas que, por si esto fuera poco, la han transformado en un gigante: un pie sale por la puerta principal, arramblando con todo a su paso, incluido el aterrorizado propietario; dos brazos descomunales, salen por las ventanas y uno no puede evitar pensar en los monstruosos molinos de don Alonso Quijano (que a lo mejor cazaba molinos porque estaban importados de Holanda, pero esa es otra historia). En fin, la cabeza, dura y ciertamente no muy bien amueblada de Alicia se estampa contra el artesonado de la vivienda sin lograr atravesarlo.
Por motivos nunca explicitados, en el País de las Maravillas se tiene al Sr. Dodo por una figura de autoridad capaz de resolver problemas espinosos. El Conejo Blanco va en su busca con urgencia pues, como sabemos, debe entrar a su casa y coger sus guantes, complemento fundamental de su uniforme de Trompetero Mayor de la Reina de Corazones. (La verdad, nunca me he fijado si Pablo Iglesias llevaba guante blanco cuando iba al Ministerio de Igualdad). Como mi metáfora político-ornitológica no tiene intención de agotar la realidad −ni la fílmica ni la «realmente real»− he decidido no buscar paralelismos entre la Alicia descomunal y el capitalismo tardío, pero libre es el lector de hacerlo, si así lo desea.
En cualquier caso, hay un grave problema, al menos de orden público, a resolver. En apariencia, es uno y el mismo dodo el que va a plantear tres formas diferentes de enfrentar el problema; pero en realidad, se trata de tres distintos. Ya verán por qué en las semanas por venir.
El dodo, que nos ocupa esta semana, ha estudiado atentamente la dialéctica hegeliana y sabe que el cambio se produce por la oposición entre contrarios. También se ha empapado de materialismo histórico marxista y sabe bien que la historia no es más que una sucesión de estadios sociológica y económicamente diversos de la lucha de clases que, necesariamente, debe conducir al proletariado a su emancipación última de todo género de dominación política o crematística. Por último, no le faltan lecturas de los grandes filántropos rusos del s. XIX y principios del XX, como León y Vladimir. Aunque a León le leyó con algo más de cautela: al fin y al cabo, es un dodo. Sabe, entonces, también que se puede contribuir grandemente a la emancipación definitiva de la clase obrera matando zares, agentes de la contrarrevolución o, sencillamente, matando a una cierta cantidad de gente escogida al azar. Como medida disuasoria. Y porque, seguro, seguro, alguna vez en su vida albergaron dudas sobre el Partido.
Bien, nuestro dodo, al que podríamos llamar Dimitri, pero le vamos a poner Dialéctico, llega frente a la casa. Tras contemplar con atención el panorama (les recuerdo: una monstruosa Alicia cuyos brazos salen por las ventanas, los pies por la puerta y que se asoma al balcón del Conejo Blanco para ver lo que sucede en el mundo exterior) y, considerando atentamente sus posibilidades, resuelve que lo mejor que se puede hacer en tales circunstancias es… Encender una pipa para pensar mejor. Como ya les he dicho en otras ocasiones yo tengo por uno de mis pasatiempos favoritos oponerme a todo género de dictaduras. En particular, a la dictadura sanitaria en su versión antitabaco. Siempre se ha hecho acreedora a mi burla y a mi desprecio. Es más, al contrario que mucha gente joven, yo no empecé a fumar hasta mucho después de haber cumplido la mayoría de edad. Y comencé no sólo por una cuestión social, sino porque me tocó vivir los años locos de Elena Salgado, en los que los fumadores y los bebedores ocasionales de vino comenzaron a sobrepasar ampliamente a etarras y miembros del GRAPO como los peores y más peligrosos terroristas que actuaban en el Estado español. Así que, hasta aquí, no encuentro nada censurable en el proceder de nuestro plumífero amigo.
Decía que Dialéctico está tranquilamente fumándose su pipa, y, ensimismado, considerando la gravedad de la situación, no se da cuenta de que el fósforo que pretendía utilizar, ha ardido ya casi en su totalidad, alcanzándole los dedos. El dolor de la quemadura, no obstante, resulta toda una revelación y, como si acabase de descubrir América, Dialéctico, exclama muy orgulloso: «¡Hay que quemar la casa!».
Podríamos cerrar este artículo aquí, habiendo mostrado cómo Dialéctico, como las grandes organizaciones filantrópicas marxistas resuelve la inmensa mayoría de los problemas liquidando a las personas que tienen esos problemas. Esto es una perogrullada, una obviedad. Pero como, además, es una realidad que oculta detrás varios millones de muertos, en realidad no tiene la menor gracia. No obstante, me gustaría ilustrar y demostrar una vez más mi ingenio con algunos ejemplos.
Durante los primeros años de reinado de aquel simpático y amable monarca que se llamó Stalin, la frágil administración soviética se dio cuenta de que no tenía parné para hacer frente a los gastos de la Segunda Guerra Mundial y, más tarde, a los gastos de su ridícula querella balístico-espacial con los Estados Unidos de América. Sin embargo, en su ardua búsqueda de recursos económicos se dieron cuenta de que las fértiles tierras de Ucrania seguían, a pesar de la redistribución económica operada por los prebostes financieros de la URSS, dando pingües y jugosas cosechas. No sé quién tuvo exactamente la idea de matar dos pájaros de un tiro o más bien de matar 4 millones de pájaros de un tiro; si fue el Soviet Supremo o el Politburó o algún otro Consejo del Terror cualquiera quien tomó la resolución de incautarse del grano producido por los honrados campesinos ucranianos y vendérselo a sus supuestos enemigos capitalistas extranjeros. De esta manera, no solo se consiguió sanear las maltrechas arcas de la Unión Soviética, sino que además se dejó en la más espantosa miseria y se condenó a la más miserable de las muertes por hambre a una nutrida representación de la población ucraniana que, como saben, nunca gozó, precisamente, de la consideración de ciudadanos de primera clase en el seno de la Gran Rusia Roja. El resultado de esta ingeniosa política de financiación fue la muerte de aproximadamente 4 millones de personas en lo que después se conoció como Holodomor.
Imagínense a nuestro señor Dodo vestido de rojo y con un sombrero de piel adornado con una estrella carmesí con la hoz y el martillo: es el Camarada Dialéctico. Sobre su mesa tiene un preocupante informe del Sóviet Supremo de Finanzas: la URSS no tiene cuartos y hay que seguir mandando perros al espacio, o los perros americanos ganarán la carrera espacial. Por otra parte, otro informe casi igual de preocupante: los campesinos ucranianos están bastante insatisfechos con la situación política y social bajo el nuevo zar de Moscú. El Camarada Dialéctico, tiene una brillante idea: los campesinos ucranianos son ricos y tienen mucho grano; la URSS debe hacer frente a sus deudas. Y además, hay que sofocar la incipiente rebelión. La conclusión es evidente. Como dijo aquél: «para acabar con el hambre y la pobreza: ¡comámonos a los pobres!».
Perfectamente lógico, en realidad, aunque sea un procedimiento bastante bárbaro. Por ejemplo, digamos que las estadísticas de contagio de cierta enfermedad (una enfermedad cualquiera) se han disparado a causa de la negligencia o de las negligencias del Gobierno o de los Gobiernos (porque les recuerdo que en España tenemos 18). Si tiene usted un enfermo aquejado de la enfermedad tal, puede hacer usted dos cosas bien diferentes para dejar de tener un enfermo de tal: puede usted curarle de la enfermedad tal o puede usted liquidarlo. En cualquiera de los dos casos dejará de haber enfermo.
Replanteemos la escena con lo que acabo de contarles: Dialéctico llega a la casa del Conejo Blanco en la que se encuentra Alicia, cuyas extremidades desbordan la construcción por todos los lugares posibles. Para solucionar el mencionado problema de orden público hay dos posibles remedios: uno, sacar a Alicia; pero resulta bastante complicado sacar a un gigante de una casa que le queda pequeña. Otro, hacer desaparecer casa y gigante. En la mejor tradición del pensamiento marxista, Dialéctico llega a la única conclusión posible:
«¡Hay que quemar la casa!».
G. García-Vao