Hegel es el «filósofo» oficioso de la Revolución, tanto en el ámbito de lo social como en lo referente a la conducta individual. De él derivan todos los demás ideólogos contemporáneos. En el orden colectivo consagra la nueva entidad del Estado como paradigma definitivo de la vida comunitaria humana, fuera del cual no hay otra instancia o realidad sociopolítica propia. Los autores posteriores parten del dogma de la inevitabilidad hegeliana de ese nuevo ente político, y simplemente se limitan a proponer el método más adecuado para su consolidación. Dos han sido las principales vías para obtener este mismo resultado: o bien la del socialismo científico de Marx, encarnada en el Estado soviético; o bien la positivista de la nueva «ciencia» de la Sociología de Comte, que, materializada primero en los Estados totalitarios de entreguerras, y después en los «Estados-Providencia del bienestar» de la posguerra mundial de mano de los tecnócratas, es la que finalmente ha triunfado frente a la otra metodología marxista.
En el orden personal, decíamos, también Hegel es el punto de partida de todas las ulteriores concepciones individualistas que se han presentado como supuestas contestaciones al desarrollo «natural»-hegeliano del Estado. Este origen común ya debería ser suficiente motivo para darse cuenta del carácter falaz de estas «oposiciones» al Estado, pues están ideadas más bien para su resignada aceptación, en tanto que marco único posible en que se ha de desenvolver la autodeterminación hegeliana del «yo» mediante un continuo y permanente conflicto dialéctico con el «otro».
El principal heredero de esta vertiente hegeliana autoafirmadora y ególatra radica en el vitalismo de Nietzsche con su idea de un «superhombre» que está «más allá del bien y del mal», pero que en la práctica se traduce en un pelele abocado a un «eterno retorno» que le fija su destino, dentro de un mundo «nihilista» absurdo y sin sentido, base de la corriente existencialista del siglo pasado; todo lo cual no es, en realidad, sino la exhumación de las antiguas decadentes doctrinas postaristotélicas de la desesperación: estoicismo, epicureísmo y pirronismo. Es en este segundo sector hegeliano personalista, de confrontación dialéctica con la rama hegeliana estatista (pero una confrontación contraria complementaria, por así decir, y no verdaderamente contradictora), en donde creemos poder situar la ideología libertaria. Siendo, pues, el libertarismo funcional al Estado, la verdadera oposición contrarrevolucionaria antiestatista se encuentra en aquella otra potestad legítima y cristiana que hemos tenido desde siempre las familias españolas: la Monarquía de los sucesivos Reyes Católicos legítimos. Como muy bien recordaba Rafael Gambra en su gran obra Eso que llaman Estado (1958): «[La] permanencia de los grupos y las relaciones sociales [no] llega a crear por sí misma saludables costumbres e instituciones. [Dicho factor, ciertamente, es condición] sin cuyo concurso se hace muy difícil la reestructuración del cuerpo social. Pero, aunque se contara con [ese factor], sería necesario para lograr esa permanencia institucionalizadora la previa existencia de un poder independiente, estabilizador […].
Un poder que, en vez de procurar su extensión indefinida y la anulación de cuantas trabas le oponga la sociedad, trate de recrear esas trabas buscando, en la permanencia y en la sana libertad corporativa, la formación de instituciones autónomas que encuadren al hombre y, a la vez, le protejan». Conocidas son las predicciones del liberal clásico o aristocrático Tocqueville sobre los futuros efectos de la igualdad democrática americana; efectos últimos y lógicos de esa misma ideología liberal defendida por él, y a los que el periodista Julio Camba hacía referencia en el artículo descriptivo «Moscú y Detroit» de su libro La ciudad automática: «No hay más que un obstáculo que pueda oponerse a la americanización del mundo: Rusia. […] Detroit o Moscú. ¿Qué prefieren ustedes? Por mi parte, confesaré que me da lo mismo, porque no veo ninguna diferencia esencial entre una civilización y otra. Ambas representan la máquina contra el hombre, la estandarización contra la diferenciación, la masa contra el individuo, la cantidad contra la calidad, el automatismo contra la inteligencia. Hombres eugenésicos y gallinas de incubadora. Una Humanidad de serie opinando en serie, y divirtiéndose en serie. Parece que una sociedad capitalista al grado de la sociedad americana debe ser todo lo contrario de una sociedad comunista, pero es igual. Si mañana el Standard Oil, p. ej., pasara a manos del Estado, ninguno de sus empleados advertiría el cambio, porque, en realidad, el Standard Oil es un Estado en sí mismo. […] Los extremos se tocan, y, al parecer, una organización capitalista, llevada a su límite extremo, se traduce en una organización perfectamente comunista. Que se empiece por estandarizar la industria y se llegue como consecuencia a estandarizar a los hombres o que se proceda al contrario, el resultado es igual».
Félix M.ª Martín Antoniano