A diferencia del nombre de pila de la Srta. Pintor y de la fecha de su onomástica, la historia de Loli y Kant no tiene, me parece, resonancia litúrgica alguna. Sin embargo, siempre la he conservado con cariño en el armarito de mi memoria dedicado a las historias pintorescas. Lo llamo «armarito», pero he de reconocer que se trata de una porción bastante considerable de las cosas que sé. Si el cerebro es, como decía Gómez de la Serna, un paquete de ideas arrugadas que llevamos en la cabeza, el mío consiste fundamentalmente en recortes descoloridos de las secciones de Sucesos y Notas de sociedad.
Quizá la historia de Loli y Kant únicamente tenga por objeto en el plan divino (y no sería poco), mostrar hasta qué punto la Providencia puede arreglárselas para sacar bien del mal. Hay cosas peores que el idealismo trascendental, estoy totalmente de acuerdo. Pero hasta que Loli me contó esta historia, no me imaginaba que podría ser posible asociar el nombre del aburrido pensador de Königsberg a un acontecimiento entrañable y que, algún día, me acordaría de ello con una sonrisa.
Entre las muchas cosas que, por y para su propio bien, Loli no había tenido la ocurrencia de aprender, se encontraba la filosofía kantiana. Creo que es la situación de la inmensa mayoría de la gente normal. Yo, desgraciadamente, no puedo ya incluirme en esa franja de la población.
Sin duda, el origen de esta historia, por la parte que me toca, hay que situarlo en alguna tarde particularmente fatídica, por el estudio más o menos infructuoso de algún pasaje especialmente oscuro de la Crítica de la razón pura. Probablemente en alguna tarde en la que, hastiada y trastornada por no poder comprender ni remotamente cuál pudiera ser el interés de demostrar la existencia de juicios sintéticos a priori, fui a visitar a Loli y, de algún modo, acabé haciéndole partícipe de mis cuitas existenciales (pero no, aún, existencialistas, porque aún sólo estaba leyendo a Kant). Y, probablemente, mediando una tal provocación suficiente, Loli me contó su historia con Kant. Porque, de otro modo, no sé cómo habríamos podido llegar a ella. Las personas normales, como decía, no hablan de antinomias de la razón pura mientras toman un té con galletas.
Antes de casarse, como conviene a una señorita de bien, Loli fue objeto de un cortejo, sin duda totalmente exitoso, pero de características quizá algo sorprendentes. Perfectamente convencionales para la época, pero con ciertos añadidos, fruto quizá de una cierta inclinación a la excentricidad que, estoy obligada a decir, no viene de su rama de la familia y que, sin embargo, sus descendientes, cada uno a nuestra particular manera, hemos tenido a bien heredar.
El pretendiente, que debía de ser algún pariente lejano de cierto intempestivo correligionario que también escribe en este periódico, era estudiante de Derecho y también hacía sus pinitos en Filosofía. Quizá la excentricidad mayor venga de esto segundo, ahora que lo pienso bien. Ahijado de dos maestros de renombre, uno de los cuales fue algo así como el preceptor de los hijos de cierto ilustre Ministro del Régimen, poseía grandes inquietudes intelectuales, una rectitud moral insobornable, un espíritu algo quijotesco en la defensa de los débiles y los oprimidos por los ciclópeos molinos de la Administración Pública, una pasión nada oculta por los largos viajes en coche —a menudo en busca de olvidadas fuentes de la sierra madrileña— y un grupo de amigos de lo más selecto, cuyos nombres prefiero no dar. Uno de ellos poseía una selecta y surtida bodega, reunida durante años por su padre, personaje de alcurnia y de relumbrón y, por demás, abstemio, que dejaba a su vástago el cuidado de degustar y dar cumplida cuenta de los augustos y añejos licores.
Así fue como, tras una velada quizás algo más húmeda de lo habitual, nuestro pretendiente vino a recoger a su pretendida, que vivía en una casa con jardín cuyas ventanas daban a un amplio descampado. Esas cosas que existían en Madrid hace luengos años. Cuenta Loli como, ya un poco molesta por su tardanza, se asomaba regularmente a la ventana, confiando en verle aparecer de un momento a otro. Cuál no sería su sorpresa cuando su pretendiente, en uno de los alardes más encantadoramente torpes de seducción, apareció en efecto al final del descampado, llamándola a voz en cuello:
«— ¡Loli! ¡Looooli…!»
De su tono, cuentan las crónicas, se infería claramente la calidad de los caldos de aquella tarde entre amigos. Lo que siguió, juraba y perjuraba Loli, fue una exposición, todo lo clara y rigurosa que permitían las circunstancias, de la filosofía de Kant. Loli, por supuesto, no se acordaba de nada en particular, sólo que se trataba del filósofo prusiano. He intentado reproducir, muchas veces, la escena en mi cabeza. Careciendo, quizá, de reflejos en el arte de la seducción, no consigo imaginar cómo a alguien, siquiera bajo los efectos del alcohol, se le podría ocurrir que hablar de estética trascendental podría ser un buen tema de conversación para obtener el perdón de una jovencita por haberla dejado plantada. No obstante, ya digo que eran otros tiempos, la estratagema debió de dar resultado y Loli reaccionó, como, tal vez, habríamos reaccionado todas, con indulgencia y quizás con una sonrisa. Kant no es, desde luego, un arma de seducción, pero es una cosa tan ridícula en una cita que resulta incluso, disculpable.
Y, quizás, como decía, en los planes de la divina Providencia, que son aún más antiguos que la misma Creación, toda la neblina filosófica kantiana podía quedar, de un plumazo, aunque no redimida en su integralidad, al menos incorporada, de una manera indirecta y lejana, tal vez, pero incorporada, después de todo, al conjunto de las cosas buenas y bellas. Sí, resulta algo pretencioso y, probablemente, excesivamente benevolente, decir que al fin y al cabo Kant ha servido para algo, porque tuvo su pequeño y casi insignificante papel en el romance de mis abuelos. Pero, en fin, no es poca cosa. Por lo menos, por lo que a mí respecta.
Quiero, no obstante, que quede constancia de que, hasta esta ocasión, que provoqué yo con mis excentricidades particulares, nunca escuché, en mi casa, hablar de Kant. Somos una familia de bien y siempre he querido disculpar esa puntualísima heterodoxia de mi abuelo pensando, como diría D. Mendo, que el maldito cariñena se apoderó de él.
Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas
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