En la víspera de las elecciones presidenciales argentinas y como colofón a sus dos artículos precedentes, Antonio González recomienda la lectura de estos extractos de la encíclica del Papa San Pío X «Notre charge apostolique»
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No, Venerables Hermanos —preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores—, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edifico; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la «ciudad» nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la «ciudad» católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo [Ep I,10 (restaurarlo todo en Cristo”)]
He aquí, fundada por católicos, una asociación interconfesional para trabajar en la reforma de la civilización, obra religiosa de primera clase, porque no hay verdadera civilización sin la civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sin la verdadera religión. Esta es una verdad demostrada, un hecho histórico. Y los nuevos sillonistas no podrán pretextar que ellos trabajarán solamente «en el terreno de las realidades prácticas», en el que la diversidad de creencias no importa. Su jefe siente tan claramente esta influencia de las convicciones del espíritu sobre el resultado de la acción, que les invita, sea la que fuere la religión a que pertenezcan, a «hacer en el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convicciones personales». Y con razón, porque las realizaciones prácticas revisten el carácter de las convicciones religiosas, de la misma manera que los miembros de un cuerpo hasta en sus últimas extremidades reciben su forma del principio vital que los anima.
Esto supuesto, ¿qué pensar de la promiscuidad en que se encontrarán colocados los jóvenes católicos con heterodoxos e incrédulos de toda clase en una obra de esta naturaleza? ¿No es ésta mil veces más peligrosa para ellos que una asociación neutra? ¿Qué pensar de este llamamiento a todos los heterodoxos y a todos los incrédulos para probar la excelencia de sus convicciones sobre el terreno social, en una especie de concurso apologético, como si este concurso no durase ya hace diecinueve siglos, en condiciones menos peligrosas para la fe de los fieles y con toda honra de la Iglesia católica? ¿Qué pensar de este respeto a todos los errores y de la extraña invitación, hecha por un católico a todos los disidentes para fortificar sus convicciones por el estudio y para hacer de ellas fuentes siempre más abundantes de fuerzas nuevas? ¿Qué pensar de una asociación en que todas las religiones, e incluso el librepensamiento, pueden manifestarse en alta voz, a su capricho? Porque los sillonistas, que en las conferencias públicas y en otras partes proclaman enérgicamente su fe individual, no pretenden ciertamente cerrar la boca a los demás e impedir al protestante afirmar su protestantismo y al escéptico su escepticismo. ¿Qué pensar, finalmente, de un católico que al entrar en su círculo de estudios deja su catolicismo en la puerta para no asustar a sus camaradas, que, «soñando en una acción social desinteresada, rechazan subordinarla al triunfo de intereses, de grupos o incluso de conmociones, sean las que fueren»
Cuando se piensa en todo lo que ha sido necesario de fuerzas, de ciencia, de virtudes sobrenaturales para establecer la ciudad cristiana, y los sufrimientos de millones de mártires, y las luces de los padres y de los doctores de la Iglesia y la abnegación de todos los héroes de la caridad, y una poderosa jerarquía nacida del cielo, y los ríos de la gracia divina. Y todo lo edificado, unido, compenetrado por la vida y el espíritu de Jesucristo, Sabiduría de Dios, Verbo hecho hombre; cuando se piensa, decimos, en todo esto, queda uno admirado de ver a los nuevos apóstoles esforzarse por mejorarlo poniendo en común un vago idealismo y las virtudes cívicas. ¿Qué van a producir? ¿Qué es lo que va a salir de esta colaboración? Una instrucción puramente verbal y quimérica, en la que veremos reflejarse desordenadamente y en una confusión seductora las palabras de libertad, justicia, fraternidad, amor, igualdad y exaltación humana, todo basado sobre una dignidad humana mal entendida. Será una agitación tumultuosa y estéril para el fin pretendido y que aprovecharían los agitadores de las masas menos utopistas. Sí, verdaderamente se puede afirmar que el Sillón se ha hecho compañero de viaje del socialismo, puesta la mirada sobre una quimera.
Nos tememos algo peor. El resultado de esta promiscuidad en el trabajo, «él beneficiario de esta acción social cosmopolita, no puede ser otro que una democracia que no será católica, ni protestante, ni judía: una religión (porque el sillonismo, sus jefes lo han dicho, es una religión) más universal que la Iglesia, católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos, finalmente, en hermanos y camaradas en “el reino de Dios». «No se trabaja para la Iglesia: se trabaja para la humanidad».
Desgraciadamente, el que daba en otro tiempo tan bellas esperanzas, este río límpido e impetuoso, ha sido captado en su marcha por los enemigos modernos de la Iglesia y no forma ya en adelante más que un miserable afluente del gran movimiento de apostasía, organizado, en todos los países, para el establecimiento de una anti-Iglesia universal que no tendrá dogmas, ni jerarquía, ni regla para el espíritu, ni freno para Ias pasiones, y que, so pretexto de libertad y de dignidad humana, consagraría al mundo, si pudiera triunfar, el reino legal de la astucia y de la fuerza y de la opresión de los débiles, de los que sufren y trabajan.
También, cuando se aborda la cuestión social, está de moda en algunos medios eliminar primeramente la divinidad de Jesucristo y luego no hablar más que de su soberana mansedumbre, de su compasión por todas las miserias humanas, de sus apremiantes exhortaciones al amor del prójimo y a la fraternidad. Ciertamente, Jesús nos ha amado con un amor inmenso, infinito, y ha venido a la tierra a sufrir y a morir para que, reunidos alrededor de Él, en la justicia y en el amor, animados de los mismos sentimientos de caridad mutua, todos los hombres vivan en la paz y en la felicidad. Pero a la realización de esta felicidad temporal y eterna ha puesto, con una autoridad soberana, la condición de que se forme parte de su rebaño, que se acepte su doctrina, que se practique su virtud y que se deje uno enseñar y guiar por Pedro y sus sucesores. Porque, si Jesús ha sido bueno para los extraviados y los pecadores, no ha respetado sus convicciones erróneas, por muy sinceras que pareciesen. Los ha amado a todos para instruirlos, convertirlos y salvarlos. Si ha llamado hacia Sí, para aliviarlos, a los que padecen y sufren, no ha sido para predicarles el celo por una igualdad quimérica. Si ha levantado a los humildes, no ha sido para inspirarles el sentimiento de una dignidad independiente y rebelde a la obediencia. Si su corazón desbordaba mansedumbre para las almas de buena voluntad, ha sabido igualmente armarse de una santa indignación contra los profanadores de la casa de Dios, contra los miserables que escandalizan a los pequeños, contra las autoridades que agobian al pueblo bajo el peso de inmensas cargas sin poner en ellas ni un dedo para aliviarlas.
Ha sido tan enérgico como dulce. Ha reprendido, amenazado, castigado, sabiendo y enseñándonos que con frecuencia él temor es el comienzo de la sabiduría y que conviene a veces cortar un miembro para salvar el cuerpo.
Finalmente, no ha anunciado para la sociedad futura el reino de una felicidad ideal, del cual el sufrimiento quedara desterrado, sino que con sus lecciones y con sus ejemplos ha trazado el cambio de la felicidad posible en la tierra y de la felicidad perfecta en el cielo: el camino de la cruz. Estas son enseñanzas que se intentaría equivocadamente aplicar solamente a la vida individual con vistas a la salvación eterna, pues son enseñanzas eminentemente sociales, y nos demuestran en Nuestro Señor Jesucristo algo muy distinto de un humanitarismo sin consistencia ni autoridad.
Predicad enérgicamente sus deberes a los grandes y a los poderes públicos. La cuestión social estará muy cerca de ser resuelta cuando los unos y los otros, menos exigentes de sus derechos mutuos, cumplan más exactamente sus obligaciones.
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