La Encíclica «Quanta cura» y la Declaración «Dignitatis humanae» (y II)

CONFRÓNTENSE ESTAS ASERCIONES CON LAS DECLARACIONES DE PÍO IX Y SE PODRÁ COMPROBAR MEJOR LA DIFERENCIA ESENCIAL EXISTENTE

El Papa Pío IX. Reinó entre 1846 y 1878.

Empezando por la Dignitatis humanae, los pasajes traídos por el teólogo anónimo corresponden al primer párrafo del parágrafo §2 de la misma, que se lee de esta forma: «Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil».

A su vez, para una mayor claridad, este párrafo debe completarse con otras frases concomitantes del documento, las cuales se ocupó de recolectar el filósofo católico Leopoldo Eulogio Palacios en su «Nota crítica a la declaración conciliar sobre la libertad religiosa» presentada en la Academia de Ciencias Morales y Políticas a finales de 1978 (de la que ya hablamos en el artículo «El rechazo a la libertad religiosa: piedra de toque católica»). En una de ellas se afirma: «Por lo cual, el derecho a esta inmunidad [de coacción externa] permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido» (2º párrafo del §2). En otra se manifiesta: «Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa [¿a la Iglesia Católica, por ejemplo?] un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas» (§6). Por último, se reitera en otra: «Y al mismo tiempo los fieles cristianos, como todos los demás hombres, gozan del derecho civil a que no se les impida vivir según su conciencia. Hay, pues, concordancia entre la libertad de la Iglesia y aquella libertad religiosa que debe reconocerse como un derecho a todos los hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico» (§13).

Pues bien, ahora confróntense estas aserciones con las declaraciones de Pío IX tal como las reproduce ampliamente Palacios en su citada Nota, y se podrá comprobar mejor la diferencia esencial existente. Aseveraba el Sumo Pontífice: «Hay no pocos en nuestro tiempo que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio del llamado naturalismo, se atreven a enseñar que la óptima organización del Estado y progreso civil exigen absolutamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera y las falsas religiones».

Los textos aportados por el ignoto calificador son extraídos a partir de las sentencias que añade el Papa a continuación. Subraya el sucesor de Pedro: «Y contra la doctrina de las Sagradas Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que “la mejor condición de la sociedad es aquella en que no se reconoce al Gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores de la Religión católica, sino en cuanto lo exige la paz pública”. Partiendo de esta idea, totalmente falsa, del régimen social, no temen favorecer la errónea opinión sobremanera perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, calificada de “delirio” por nuestro antecesor Gregorio XVI, de que la libertad de conciencia y de cultos es derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida, y que los ciudadanos tienen derecho a una omnímoda libertad, que no debe ser coartada por ninguna autoridad eclesiástica o civil, por el que puedan manifestar y declarar a cara descubierta y públicamente cualesquiera conceptos suyos, de palabra o por escrito o de cualquier otra forma».

Compárense estas condenaciones con las anteriores afirmaciones de DH u otras equivalentes tales como ésta: «Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe» (§4); o esta otra: «Es patente, pues, que los hombres de nuestro tiempo desean poder profesar libremente la religión en privado y en público; y aún más, que la libertad religiosa se declara como derecho civil en muchas Constituciones y se reconoce solemnemente en documentos internacionales» (§15). Y, una vez compulsadas, dígase si no se podrá considerar como un «brindis al sol» aquel enunciado inicial de DH (y que trata de defender el desconocido experto en teología) de que, «puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera Religión y la única Iglesia de Cristo». De ser cierto que no ha habido mutación respecto de la doctrina tradicional; si de verdad no se ha producido discontinuidad alguna, ¿siguen siendo hoy día –preguntamos– moralmente lícitas, para todo Príncipe católico, las antiguas beneméritas leyes que los Reyes de la Cristiandad (empezando por los propios Sumos Pontífices) sancionaban, bajo su prudencia regnativa, para conseguir y preservar el Reinado social de Cristo o la unidad católica en sus respectivas comunidades políticas, a saber: la absoluta separación de las comunidades acatólicas en guetos apartados con respecto a la sociedad municipal cristiana; la definitiva expulsión de las comunidades acatólicas de los Reinos cristianos; la institución de la Santa Inquisición contra los herejes y afines? ¿O deberemos, por el contrario, reconocer que sí se ha introducido, mediante un Concilio meramente pastoral, una innovación inaudita (hoy nos referimos sólo a ésta) dentro del Magisterio eclesial?

Félix M.ª Martín Antoniano

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