El origen divino mediato de la potestad de jurisdicción episcopal (y III)

sólo nos resta traer brevemente a colación algunas muestras de esa tradición canónica de la Iglesia que muy difícilmente (por no decir que es imposible) podrían ser explicadas desde la óptica de la novedosa teoría eclesiológica de la colegialidad

El Arzobispo Dino Staffa (1906-1977). Fue creado Cardenal en 1967.

Huelga recalcar que en los debates tridentinos para nada se planteó la supuesta existencia de un «Colegio Episcopal» como institución jurídica permanente, idea ésta inextricablemente unida con la del «inmediatismo», formando un conjunto que, con el nombre de «colegialidad», aparece oficialmente formulado por primera vez en la Constitución vaticanosegundista Lumen Gentium. Si toda esta teoría, pues, brillaba por su ausencia en la Tradición de la Iglesia, ¿de dónde la sacaron los Padres conciliares que la promovieron en el último Sínodo Ecuménico? El citado estudio del Arzobispo Staffa es clarividente al respecto. Dedica una sección entera a demostrar cómo esa novedosa teoría fue copiada en el Esquema conciliar sobre la Iglesia prácticamente a la letra a partir de un tratado titulado L´Episcopato, ossia la potestà di governare la Chiesa, publicado por primera vez en 1789, y cuyo autor era un teólogo jesuita llamado Giovanni Vincenzo Bolgeni (1733-1811), quien llegaría a ocupar algunos cargos en la Curia Romana tras la disolución provisional de la Compañía. Después de hacer el correspondiente cotejo con una edición del libro de 1824, concluye Staffa: «Me parece que las posiciones fundamentales de Bolgeni y las del Esquema De Ecclesia son sustancialmente idénticas. Si ésta es la verdad, también se puede afirmar que se ha verificado este hecho: durante casi ciento cuarenta años la unanimidad moral de los teólogos y de los canonistas ha rechazado, en materia de derecho divino, una doctrina como inaceptable, y extraña a la sana tradición de la Iglesia; durante este periodo los Sumos Pontífices con sus Encíclicas, la legislación de la Iglesia, sea particular o general, con sus cánones, se han expresado en términos contrastantes con las tesis de Bolgeni, y, después de ciento cuarenta años, improvisamente, las principales de estas tesis son acogidas como piedras angulares [caposaldi] en un Esquema conciliar. El hecho es, a mi pobre juicio, al menos extraordinariamente singular» (Acta Synodalia, III/3, pp. 608-609).

Bolgeni conocía bien la flagrante y patente inmensidad de testimonios de la Tradición eclesial que evidenciaban la tesis mediata del origen divino del poder de gobierno episcopal, pero quiso salir al paso de todo ese conjunto testifical sacándose de la manga la falaz distinción entre la potestad de jurisdicción en sí y su ejercicio, que será retomada por la Constitución Lumen Gentium, llegando incluso a aseverarse en el nº 2 de la conocida «Nota Explicativa Previa» que: «Los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos sobre la jurisdicción de los Obispos deben interpretarse de esta necesaria determinación de potestades»; es decir, de acuerdo con la distinción bolgeniana entre la potestad de jurisdicción y el ejercicio de la misma, cuando los Papas hablaban de la necesidad de la misión canónica para la existencia del poder jurisdiccional episcopal, de ningún modo pretendían decir que con ella transmitían a su vez la potestad en sí al Obispo, sino que solamente servía para «determinar» canónica o jurídicamente una potestad ya poseída por el Obispo desde el día de su consagración, y de esta forma dejarla «expedita» para su ejercicio. Frente a esto, Staffa comenta con plena razón lo siguiente: «Como otros observaron a propósito de la opinión de Bolgeni, así se debe notar con respecto al Esquema: una jurisdicción que, por sí, no puede venir a ser ejercitada, es una contradicción en los términos; la jurisdicción de hecho es, por su misma naturaleza, una “potestas agendi seu gubernandi”; una jurisdicción, por tanto, que carezca de la “potestas agendi seu gubernandi”, es inconcebible. Tal es la jurisdicción de los Obispos en el Esquema: un poder que, de por sí, por su misma naturaleza, no puede mandar, no puede obligar, no puede nada: un poder sin poder. También por esto, una vez reconocido que el Cuerpo Episcopal es, por derecho divino, sujeto de poder universal y supremo, la intentada limitación del principio a través de la distinción entre la jurisdicción y su ejercicio, sería totalmente vana, precisamente por ilógica e infundada».

En fin, sólo nos resta traer brevemente a colación algunas muestras de esa tradición canónica de la Iglesia que muy difícilmente (por no decir que es imposible) podrían ser explicadas desde la óptica de la novedosa teoría eclesiológica de la colegialidad. En primer lugar, es inevitable referirnos al caso paradigmático de los Sumos Pontífices. San Pío X, en la Constitución Vacante Sede Apostolica, de 25 de diciembre de 1904, ley destinada a reglar la elección de los Papas, dice en su parágrafo número §88: «Prestado este consentimiento [= la aceptación de quien es elegido como Papa] dentro del término, el cual, si es necesario, se determinará a su prudente arbitrio por el mayor número de votos de los Cardenales, en el acto el elegido es verdadero Papa, y de hecho adquiere y puede ejercer plena y absoluta jurisdicción sobre todo el orbe; por lo que, si alguien se atreviere a impugnar las letras confeccionadas sobre cualquier negocio, que emanasen del nuevo Pontífice antes de su coronación, le anudamos sentencia de excomunión». Y en el número §90 agrega: «Pero si el elegido no es aún Presbítero u Obispo, será ordenado y consagrado por el Decano del Colegio de los Cardenales». Estos dos preceptos aparecen copiados casi literalmente en los parágrafos §101 y §107 de la Constitución Apostólica Vacantis Apostolicae Sedis, promulgada por Pío XII el 8 de diciembre de 1945. Por su parte, el canon 219 del Código de Derecho Canónico de 1917 ratificaba que: «El Romano Pontífice, legítimamente elegido, al instante de aceptada la elección, obtiene, por derecho divino, la plena potestad de jurisdicción suprema». Y para que no hubiera lugar a falsas interpretaciones acerca de todas estas disposiciones, el mismo Pío XII, en su Alocución Six ans se sont écoules, de 5 de octubre de 1957, las aclaraba así: «Si un laico fuese elegido Papa, no podría aceptar la elección sino a condición de ser apto para recibir la ordenación y estar dispuesto a ser ordenado; el poder de enseñar y de gobernar [= potestad de jurisdicción], así como el carisma de la infalibilidad, le serían concedidos a partir del instante de su aceptación, incluso antes de su ordenación» (trad. Colección completa de Encíclicas Pontificias, Tomo II, Ed. Guadalupe, 41965, p. 2200).

Si, según la nueva teoría colegialista de Lumen Gentium, la potestad eclesiástica de jurisdicción le viene al sujeto por su consagración episcopal, entonces ¿cómo se explica que se aceptara canónicamente durante siglos que un Papa pudiese gozar de la suprema potestad de jurisdicción aun cuando todavía no hubiese sido consagrado Obispo (o ni siquiera ordenado Presbítero)? Según la nueva teoría, habría que aceptar la ironía de que los Obispos, por ser ya Obispos, poseen potestad de jurisdicción recibida directamente de Dios en su consagración, mientras que el nuevo Papa, por el hecho de ser provisionalmente laico o Presbítero, no tendría potestad de jurisdicción alguna por no haber sido todavía consagrado Obispo. Es decir, en todo el tiempo que transcurriera entre la aceptación de la elección papal y su ulterior consagración episcopal, los Obispos tendrían potestad de jurisdicción mientras que el propio Papa teóricamente carecería de ella.

Esta clarísima separación de la potestad de jurisdicción respecto de la consagración episcopal, dentro de la tradición canónica eclesiástica, queda definitivamente corroborada cuando fijamos nuestra atención en el nombramiento de los Obispos residenciales. En efecto, el canon 333 del viejo Código de 1917 disponía: «Si no obsta impedimento legítimo, el promovido al episcopado, aunque sea Cardenal de la Santa Iglesia Romana, debe, dentro de los tres meses a contar desde el día que hubiese recibido las letras apostólicas [= manifestadoras de la misión canónica o mandato apostólico], recibir la consagración [episcopal], y dentro de los cuatro hacer la entrada en su Diócesis» (trad. Código de Derecho Canónico (1917), ed. B.A.C., p. 133). En el siguiente canon 334, en su apartado §2 se añade: «Ni personalmente, ni valiéndose de otros, bajo ningún título, pueden [los recién nombrados] inmiscuirse en el gobierno de la Diócesis [confiada] mientras no tomen posesión canónica de la misma» (ibid.). Y en el párrafo §3 del mismo canon se precisa: «Los Obispos residenciales toman posesión canónica de la Diócesis en el mismo instante en que, presentes en ella, personalmente o por procurador, muestren las letras apostólicas al Cabildo de la Iglesia Catedral, en presencia del Secretario del Cabildo o del Canciller de la Curia, que levante acta de ello» (ibid.). Por lo tanto, conforme a la tradición canónica, podía darse perfectamente el caso, por ejemplo, de un Presbítero que recibiese del Papa las letras apostólicas y las presentara de inmediato, en pocos días, al Cabildo. Esa persona podría haber decidido apurar el plazo de tres meses para su efectiva consagración episcopal, y, no obstante, en el ínterin podría estar ejerciendo plenamente su potestad de jurisdicción (recibida directamente del Papa) sobre la Diócesis que le hubiese sido confiada, sin ningún problema en absoluto.

Más argumentos se podrían aducir para apoyar la doctrina tradicional del origen divino mediato de la potestad de jurisdicción episcopal y refutar la hipótesis contraria del origen inmediato; pero creemos que por ahora puede ser suficiente todo lo dicho para que uno se haga al menos un cierto cuadro panorámico o general de toda la cuestión.

Félix M.ª Martín Antoniano

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