El pecado original puesto en plural (y II)

La participación «democrática» es el incienso que se tributa al nuevo «César endiosado»

Jean Arfel, más conocido por su pseudónimo Jean Madiran (1920-2013).

A la vista de estos pasajes de Santo Tomás, anota Madiran que «en 1789, esta revuelta ha sido colectiva. Ha llegado a ser el fundamento del Derecho político. Esta “democracia” es la democracia en estado de pecado mortal» (op. cit., p. 153). El escritor francés la distingue de la otra democracia, la que es sólo una simple forma política, aséptica e inocua (tema que desenvolverá con mayor profundidad en otro ensayo posterior publicado en 1977 con el encabezamiento de Les deux démocraties). «La democracia en estado de inocencia –continúa explicando nuestro hombre– entraña el que los legisladores, los gobernantes, sean designados por el conjunto de los ciudadanos; que éstos adopten o rechacen, por sus sufragios o por sus representantes elegidos, las leyes positivas. En la democracia en estado de inocencia se encomienda al cuerpo electoral el designar a los hombres o el aprobar las leyes positivas que le parezcan [resp., que sean] más conformes a la voluntad de Dios […]. En la democracia en estado de pecado mortal se encomienda al cuerpo electoral el elegir hombres o dictar leyes que sean las más conformes a su propia voluntad soberana. La apariencia exterior de las instituciones y de los sufragios puede ser idéntica en los dos casos; pero el espíritu y la realidad son diferentes e incluso contrarios» (op. cit., pp. 153-154. Los subrayados son suyos).

Madiran no hace sino trazar el cuadro de la nueva idolatría de nuestro mundo contemporáneo, en la que el hombre, adorando su voluntad colectiva como criterio supremo de la verdad y el error, del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, en última instancia no pretende sino consagrarse un altar a sí mismo. La participación «democrática» es el incienso que se tributa al nuevo «César endiosado», al cual nos referíamos en el artículo «Fiestas democráticas».

Nuestro autor concluye su breve caracterización de esta nueva «democracia» marcada por el signo del pecado, con el siguiente párrafo: «En todas las civilizaciones que han existido hasta 1789 (y también después, pero en lo sucesivo por simple supervivencia implícita), la ley era la expresión de algo superior al hombre, que el hombre traducía, interpretaba, codificaba libremente, pero no arbitrariamente. La ley era la expresión humana de la voluntad de Dios sobre los hombres. […] Constituye una fecha decisiva en la Historia del mundo aquella en que los hombres decidieron que en lo sucesivo la ley sería “la expresión de la voluntad general”, es decir, la expresión de la voluntad de los hombres, y que no podía ser legítima más que con esta condición. La fecha en que los hombres decidieron darse a sí mismos, soberanamente y todos juntos, la ley. La fecha en que pusieron en plural el pecado original. La fecha en que el pecado original se hizo colectivo y social. Gran novedad en la Historia del mundo fue el introducir, no ya al nivel de los destinos individuales, sino al nivel del destino común de los hombres, político, social, histórico, una moral nueva y un derecho nuevo. Bajo el nombre antiguo de democracia, es el derecho y la moral del totalitarismo moderno» (op. cit., p. 154).

Ésa es la esencia del liberalismo y su «derecho» nuevo, que fue perfectamente definida por Pío IX en su Encíclica Quanta Cura (1864), adjunta a su famoso Syllabus, tal como lo recordamos en el artículo «La Iglesia como “Tribunal Constitucional” de la Monarquía Hispánica». Únicamente incluimos, por nuestra parte, la nota precautoria de que, puesto que Madiran (siguiendo los pasos de Albert de Mun, líder aplicador del Ralliement) se movía en el plano del ultramontanismo tradicionalista, incurría en el error de una aceptación acrítica de la pauta diplomática vaticana preconciliar basada en la directriz del indiferentismo con respecto a la legalidad positiva jurídicamente vigente en una comunidad política, y que en la práctica se traduce en un continuo reconocimiento o sumisión a cualquier poder constituido; teoría ésta en la que se olvida que forma parte de las obligaciones de derecho natural de todo católico el debido acatamiento de esa misma y única verdadera legalidad –con el consiguiente rechazo, por causa de nulidad, de la nueva que pretendan implantar liberalmente los distintos poderes ilegítimos en sustitución de aquélla–  a excepción de lo que sea contrario (si lo hubiese) a la ley natural, como ya indicamos en su día en nuestros apuntes correctivos o matizaciones a propósito de Sardá y Salvany recogidos en el artículo «Algunas notas sobre “El liberalismo es pecado” (II)».

Félix M.ª Martín Antoniano      

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