Entendemos que, a primera vista, el título que encabeza esta columna pueda parecer un tanto irreverente: querer comparar a la institución eclesial con un organismo característico del «derecho» nuevo, es cualquier cosa menos un cumplido para la primera. Con esta comparación pretendemos más bien subrayar el contraste entre la función esencial que juegan una y otro, respectivamente, en las realidades sociopolíticas del (llamado Antiguo) Régimen de Cristiandad y del Nuevo Régimen revolucionario (el cual venimos sufriendo, en su lugar, con sus sucesivas manifestaciones).
La «base» primordial del «derecho» nuevo la sintetizó magistralmente Pío IX en su Encíclica Quanta cura (1864): «Y como allí donde la Religión se halle desterrada de la sociedad civil, y se rechaza la doctrina y la autoridad de la Revelación católica, la verdadera noción de la justicia y del derecho humano se oscurece y se pierde, y la fuerza material ocupa el puesto de la justicia y del verdadero derecho, se ve claramente por qué causa ciertos hombres, sin tener para nada en cuenta los principios más sólidos de la sana razón, se atreven a asegurar “que la voluntad del pueblo manifestada por (lo que ellos llaman) la opinión pública, o de otro modo cualquiera, constituye la ley suprema, independiente de todo derecho divino y humano, y que en el orden político, los hechos consumados, por el solo hecho mismo de haberse consumado, tienen fuerza de derecho”».
Reiteramos de nuevo la precaución de no dejarse engañar por el hecho de que en varios de esos textos constitucionales que se han venido turnando durante nuestra época revolucionaria desde 1833 hasta hoy, aparezcan cláusulas de profesión o protestación en favor de la Fe y la Iglesia, pues éstas se realizan dentro de ese marco voluntarista tan bien descrito por el Papa Pío IX y cuyo espíritu no deja de informar e impregnar, en última instancia, toda esa «legalidad» representativa del llamado «derecho» nuevo. Toda explicación o interpretación de esa «legalidad» por cualquier órgano del Nuevo Régimen (sea un Tribunal Constitucional establecido al efecto, o sean cualesquiera otras entidades de ese sistema), se reduce, en último término, a una pura decisión caprichosa o arbitraria del poder político de facto que impere en cada momento. En definitiva, no existe criterio objetivo alguno.
En el Régimen de Cristiandad de la Monarquía española, por el contrario, el fundamento o base que está detrás del orden y disposición jurídico-legal de sus prácticas y estructuras sociales constitutivas es, simple y llanamente, la Religión verdadera. La Iglesia Católica actúa –como no puede ser de otra forma– como la única intérprete autorizada, no sólo en cuestiones de Fe, sino también de Moral, siendo la única institución con poder y facultad para interpretar y explicar de manera auténtica y exacta la moral natural, y, por ende, el derecho natural. Esta especie de –usando la jerga «jurídica» moderna– «control de constitucionalidad» lo ejerce la Iglesia, o bien de manera difusa, vigilando y denunciando toda posible extralimitación del derecho natural o abuso que se pueda originar desde los distintos agentes y fuentes del derecho: Leyes del Rey, sentencias de los jueces, respuestas de los jurisperitos, costumbres, estatutos, etc.; bien de manera concentrada, a través de los jueces de los respectivos Tribunales de la Sta. Inquisición que califican y juzgan toda clase de exhibición atentatoria contra el dogma y la moral natural. Por lo demás, es inútil recordar las múltiples prevenciones y cautelas que, a estos efectos, aparecen esparcidas en muchos lugares de los distintos cuadernos u ordenamientos jurídico-legales, tanto de la Monarquía en su conjunto como de los varios y diferentes Reinos y Pueblos españoles.
Ya hicimos referencia a la disposición nº 238 de las Leyes del Estilo (o sea, las prácticas procesales de los jueces de Corte al aplicar las Leyes del Fuero Real) en nuestro artículo «Las Leyes Fundamentales constitutivas de la Monarquía española». Podríamos citar también, a modo de ejemplo, la Ley 29, Tít. 18, de la Tercera Partida: «Cartas o preuilegios y a de otra manera, que son contra fuero e contra derecho: estas pueden ser ganadas en muchas guisas. Ca o son contra derecho de nuestra Fe […]. E dezimos que si son contra la nuestra Fe, non han fuerça ninguna, nin deuen ser recebidas en ninguna manera, nin deuen valer». Y en la Ley 31 siguiente se establece: «Contra derecho natural non deue dar preuillejo, nin carta, Emperador, nin Rey, ni otro Señor. E si la diere, non deue valer: e contra derecho natural seria, si diessen por preuillejo las cosas de un ome a otro non auiendo fecho cosa por que las deuiesse perder aquel cuyas eran. Fueras ende, si el Rey las ouiesse menester, por fazer dellas o en ellas alguna lauor o alguna cosa que fuesse a pro comunal del Reyno; assi como si fuesse alguna heredad en que ouiessen a fazer castillo, o torre, o puente, o alguna otra cosa semejante destas, que tornasse a pro o a amparamiento de todos o de algun lugar señaladamente. Pero esto deuen fazer en vna destas dos maneras: dandole cambio por ello primeramente [= permuta forzosa], o comprandogelo segun que valiere [= expropiación forzosa con indemnización pecuniaria]».
Félix M.ª Martín Antoniano