¿El tradicionalismo, una fe muerta?

Francisco reunido con la Comisión Teológica

«El tradicionalismo es la fe muerta de los vivos»; tal fue la durísima declaración que el Santo Padre dirigió a los teólogos reunidos en la última Comisión Teológica Internacional. Da la impresión, ante dicho aserto, que su Santidad incurrió en la común confusión entre tradicionalismo y fijismo.

El fijismo, más allá de sus connotaciones creacionistas, se puede definir, con carácter general, como el intento de petrificar la realidad, como el afán de sustraer determinados hechos, vivencias o instituciones al devenir de la Historia. Como bien saben los lectores de este medio, el tradicionalismo es por completo ajeno a este absurdo afán, pues su profundidad no le permite pretender crear burbujas temporales ajenas a la realidad presente, no sólo por su manifiesta imposibilidad, sino también por su evidente inconveniencia. Si algo caracteriza al tradicionalismo, es precisamente su atención a ese depósito histórico de verdades esenciales al que, genéricamente, nos referimos como tradición. Pero atender a las verdades esenciales implica también comprender su naturaleza: las verdades esenciales son tales porque están vivas; poseen un núcleo eternamente idéntico a sí mismo, pero, al tiempo, están dotadas de un dinamismo que les permite la plasticidad accidental necesaria para poder incardinarse en diferentes contextos históricos y culturales y, así, poder responder de manera eficaz e íntegra a los problemas del momento.

Esta es la valiosa enseñanza del tradicionalismo, capaz de preservarnos frente a los efectos devastadores del relativismo. Por ello es injusto acusar al tradicionalismo de querer matar la verdad para mantenerla inmóvil, también en sus aspectos meramente accidentales. Ahora bien, si de algo se sí se puede acusar con razón al tradicionalismo, es de su insistente denuncia de todas aquellas voces que, ya sea por imprudencia o por mala fe, pretenden desconectar la verdad de su núcleo esencial, en una vana pretensión de estar a la altura de los tiempos. Estar a la altura de los tiempos exige acometer sus desafíos desde la firmeza de la Verdad y su múltiple capacidad de respuesta, no en su renuncia en favor de las modas e ideologías de turno. Quien así obra, lejos de estar a la altura de los tiempos, permite que los tiempos le acaben barriendo. Y esto último es lo que parecen no comprender aquellos, que como el Santo Padre, acusan al tradicionalismo de fijismo e inmovilismo, aquellos que por vanos afanes estratégicos no reparan en que solo se quedan con lo accidental, mientras que renuncian a lo esencial; llevados de  esa actitud sí nos encontramos frente al peligro muy cierto de una «fe muerta», una fe por completo desfondada, reducida a una serie de consignas complacientes con las voces cantantes del momento; una fe, en definitiva, reducida a la cáscara vacía de lo que fuera la fe. Precisamente, para evitar caer en una «fe muerta de los vivos», contamos con la enseñanza del tradicionalismo, que nos permite distinguir sin confusión ni reduccionismo, lo esencial de lo accidental y comprender sus necesarias implicaciones. Es gracias a esta enseñanza que evitaremos tener una fe muerta para unos vivos cuya vida no se vea reducida a sus aspectos meramente mecánicos y fisiológicos.

David Avendaño, Círculo Carlista Marqués de Villores (Albacete).