En 2021 se cumple el V centenario de la derrota de los Comuneros en la localidad vallisoletana de Villalar. La denominada Comunidad Autónoma de Castilla y León ha organizado una serie de conmemoraciones de dicha efeméride. Más allá de la exorbitante cantidad inicial que supone para las arcas públicas, puesta a disposición de un comité formado por los paniaguados académicos de siempre, en el marco de una renqueante Fundación (antes Fundación Villalar), a fin de sufragar proyectos de dudosa relevancia (murales, cómics, teatro y hasta una ópera, incluido el obligado congreso internacional), nos preocupa el sesgo ideológico de progenie liberal (como ya se hizo en la conmemoración de las Cortes Leonesas, vinculándolas al parlamentarismo liberal) en el cual se van a enmarcar las conmemoraciones (que sin duda serán además escasas e irrelevantes por las limitaciones originadas por la pandemia). Los Carlistas de Castilla y de las Españas, agrupados en torno a la Comunión Tradicionalista y sus Círculos, por el contrario, queremos manifestar la realidad y la verdad de aquel acontecimiento histórico:
Este año, el próximo 23 de abril, se cumplen quinientos años del fin de la guerra de las Comunidades. De las Comunidades «de Castilla», que es como se la conoce en la historiografía moderna, por el hecho de que los hitos fundamentales del levantamiento contra Carlos I se produjeran en ciudades y villas de la meseta castellana; lo cual induce a no poca confusión sobre el alcance de la revuelta cuando, para su comprensión, se aplican categorías modernas. Y es que la misma no se limitó ni geográfica ni políticamente al territorio que hoy, tras dos siglos de revolución liberal, identificamos con Castilla, sino que se extendió a lo largo y ancho de la península, como un movimiento patriótico, incluso cabría decir que nacional si aplicamos este término en un sentido premoderno, de reacción contra las directrices que los consejeros flamencos del joven rey impusieron en la gobernación de los diferentes reinos hispánicos, que entonces empezaban a amalgamarse en torno a la Corona de Castilla. Produce lástima, por ello, que la conmemoración de una efeméride como la batalla de Villalar se encuentre hoy vinculada a la exaltación de un sentimiento regional, el castellano —es «el día», la fiesta mayor, de la «comunidad autónoma» a la que pertenece esa localidad castellana—, y que, al mismo tiempo, suscite el rechazo, con parecida ceguera localista, de buena parte de los que viven en dicha «comunidad» —en este caso leoneses—, desconociendo, los unos y los otros, que el significado de la revuelta comunera les trasciende y se proyecta sobre todos los reinos de la antigua Monarquía hispánica.
Un significado que no es el que le atribuyeron los historiadores decimonónicos, para quienes se trató de una lucha —la primera— contra el absolutismo y en favor de la democracia; ni el que, ya en pleno siglo XX y como antítesis de la interpretación liberal hasta entonces dominante, le asignaron los ideólogos del franquismo, tan preocupados por exaltar una idea imperial que creían realizada en la figura del Emperador Carlos V —por más que dicha exaltación se realizara en algunos casos por consideraciones de naturaleza gnóstica, ligadas al fascismo imperante, que nada tienen que ver con la proyección que dicha idea tuvo, con el paso de los años, en la ejecutoria del Emperador— como de denostar cualquier atisbo de oposición a dicha idea.
Los comuneros se levantaron contra una forma de gobierno que, con un marcado sesgo personalista, amenazaba con violentar el esquema institucional de la monarquía hispánica: el odio a los flamencos del que hablan las crónicas de la época se debe, más que a ninguna otra razón, a que eran aquellos quienes marcaban las directrices de gobierno de un rey todavía joven e inexperto, haciendo caso omiso de las quejas que los procuradores castellanos habían expresado en las reuniones de Cortes antes de votar afirmativamente las peticiones: obediencia, pero no sumisión, es lo que trasluce en el comportamiento de los representantes de las principales ciudades del reino, siempre dentro de los límites inherentes al régimen monárquico.
La revuelta constituyó la ocasión propicia para reclamar una serie de reformas plasmadas en los «capítulos» comuneros que, respetando la arquitectura institucional del reino, aspiraban a mejorarla. No existe en tales capítulos una vindicación de derechos individuales como la que, tres siglos más tarde, alumbrarían las revoluciones modernas. Por supuesto que defendieron las libertades de su comunidad, pero sin convertirlas en instancia de legitimación del poder político. La libertad defendida por los comuneros se identificaba así con el bien común de los súbditos, que ellos veían en peligro por los designios de quien precisamente tenía la función de protegerlos. Por eso dirigieron sus capítulos a la consideración del rey, dentro de la tradición política del pactismo, bien alejada de las doctrinas contractualistas que, andado el tiempo, sustituirán el bien común por la voluntad general como fundamento del gobierno.
No cabe duda, por otra parte, de que el peligro de la política carolina de la primera hora para los intereses de los españoles no era ficticio, teniendo en cuenta los apremios, sobre todo económicos, derivados de una carrera imperial de perfiles entonces muy dudosos. Pese a los esfuerzos realizados por el Obispo Mota ante los procuradores del reino reunidos en las Cortes de Santiago-La Coruña de 1520 para convencerles de las bondades de un proyecto que, según sus palabras, perseguía el bien de la Cristiandad, es decir, la paz entre los príncipes cristianos y la guerra contra los infieles, y en el que el reino de Castilla —rectius, los reinos españoles— sería «el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros», dichos procuradores tenían razones para pensar que la defensa de los intereses temporales de los reinos y principados centroeuropeos, estrechamente ligados a la familia paterna del recién proclamado emperador, pesaban en ese momento más que cualquier otra consideración. En efecto, la idea de una monarquía universal auspiciada por el jurista piamontés Mercurino di Gattinara, a la sazón gran canciller del emperador, se vertebraba sobre el Sacro Imperio Romano, cuyo centro de gravedad político y territorial se encontraba tan lejos de España como próximo a Flandes, donde el joven emperador había nacido y vivido hasta su llegada a la Península, ajeno a la lengua y costumbres de los españoles, a quienes, sin embargo, solicitaba ahora apoyo para dicha empresa.
Los éxitos militares y políticos del emperador Carlos V, nuestro Carlos I, para los que siempre recabó y obtuvo el apoyo de los españoles, han sido habitualmente esgrimidos, desde posiciones pretendidamente antiliberales, para descalificar la oportunidad y justificación de la revuelta cuando, bien mirado, son los mejores frutos de ésta. Tras la derrota de las Comunidades, el emperador tomó plena conciencia de la importancia de los reinos peninsulares y de la necesidad de contar con naturales de estos reinos para la gobernación de su imperio, comenzando un proceso de hispanización, no sólo personal, del que luego sacaría provecho la monarquía católica de su hijo Felipe II.
En realidad, las glorias de la época carolina prueban la inconsistencia de las interpretaciones habituales de la guerra de las Comunidades y, sobre todo, de la ideología que las anima. Desmienten a los liberales que ven en ella una primera revolución moderna, al quedar demostrado que la monarquía tradicional hispánica contaba con contrapesos suficientes para corregir los excesos de sus reyes —no en vano, la revuelta comunera fue uno de tales contrapesos, que entronca con el derecho de resistencia al que tantas veces alude la literatura política medieval— y convertirse en la mejor de las formas de gobierno. Y desmienten a los conservadores que atacan a los comuneros por haberse alzado contra el orden establecido y que, al mismo tiempo, defienden una monarquía parlamentaria o, en épocas pasadas, otras formas de gobierno monocrático que son el resultado de la destrucción y disolución de dicho orden.
En definitiva, el levantamiento de las Comunidades de Castilla sólo puede ser comprendido y recordado cinco siglos después dentro de la lógica política del régimen monárquico, del régimen que, para diferenciarlo de las formas «monárquicas» de jefatura del Estado características de las democracias liberales, denominamos Monarquía Tradicional.