Sé que la mayoría de mis lectores, en la medida en que existan fuera de mi imaginación, esperaron con indisimulada curiosidad que la frase «yo tengo muy claro lo que quiero que hagan conmigo cuando doble la servilleta» que aparecía en un artículo anterior fuese, a continuación, convenientemente explicada y desarrollada. Como no quisiera defraudar sus morbosas expectativas y como los asuntos necrológicos me parecen siempre sobremanera interesantes perseveraré, contumaz, una semana más en mi comentario de las mejores alternativas a la carbonización neonazi de nuestros parientes muertos.
Porque, no sólo de barbacoas vive (o muere) el hombre, sino de todo procedimiento apto a desembarazarnos higiénica pero dignamente de los cadáveres que, reconozcámoslo, pueden ser dignos de respeto, pero no son algo como para tener en el salón y enseñárselo a las visitas.
Por otra parte, he de reconocerles, también, que el título de esta semana, modestia aparte, me parece especialmente llamativo, incisivo, provocador, en una palabra: genial. Y me falta tiempo para soltarle la frase en cuestión a más de uno y más de dos; pero, paciencia y procedamos con orden.
A mí siempre me han gustado las momias; como villano de ficción, no tienen parangón: cierto que las momias no vuelven a la vida espontáneamente ni se pasean con los brazos por delante gimoteando en egipcio clásico y persiguiendo a los mortales no se sabe muy bien para qué. Pero, a diferencia de espectros, brujas y monstruos diversos, una momia tiene un tangible y bastante impresionante fundamento real. La mejor, por clásica, es La Momia de Christopher Lee y Peter Cushing; bastante terrorífica, incluso teniendo en cuenta el formato, la de Las 7 bolas de cristal, de Tintín. Espantosamente terrorífica, por real como la vida misma, la de Lenin. Tanto más cuanto que Los Simpson nos advirtieron una vez de su posible retorno de entre los muertos…
La idea de preservar los cadáveres de nuestros seres queridos de la descomposición es tan antigua como el mundo y ha conocido manifestaciones muy diversas, no todas ellas igualmente interesantes. Desde hace algunas décadas se han descubierto varios yacimientos arqueológicos conteniendo auténticas necrópolis de civilizaciones andinas que también habían desarrollado, visiblemente, muy refinadas técnicas de momificación. Un gran inconveniente que yo le veo a las momias more quechua es esa extraña costumbre de meter al muerto, una vez amojamado, en un tinajón. Supongo que estoy aquejado de prejuicios peninsulares y se me podrá acusar de tener un horizonte bastante limitado en lo que se refiere a la cerámica, pero para mí una tinaja de esas grandes (de esas en las que cabe una persona) es, ante todo, una tinaja de aceite. Como mucho, una de esas tinajas de agua para las abluciones rituales que Nuestro Señor cambió en vino. Si yo fuese arqueólogo y desenterrase una vasija semejante, mi primer reflejo sería meter un cazo para sacar una muestra del dorado licor del olivo con que aderezarme las tostadas. Grande sería mi desilusión si, en lugar de unas gotas de oleaginosa ambrosía, me encontrase con la cabeza resecada de alguna princesa inca, con su larga y negra cabellera y todo. Así que no, no me quedo con las momias precolombinas. Además, todo el mundo sabe que el primer analogado de la momificación son las momias egipcias.
Desde que era muy chico he sentido una especial fascinación por la antigua civilización del Nilo y sus quiméricos dioses mitad señor, mitad bicho, capaces además de cambiar de forma (a otros bichos distintos). Una civilización que ya profesaba, de alguna manera, una cierta creencia en la resurrección de los cuerpos y no sólo en la inmortalidad de las almas y que desarrolló una refinadísima técnica de embalsamamiento que, en el curso de 70 días de precisas labores de artesanía mortuoria, convertía sus muertos recientes en piezas de museo que aún hoy, varios milenios después, podemos apreciar. Una buena momia es una manera excelente de perpetuar para «siempre» la propia memoria, al menos, mientras dure este mundo. Pero los antiguos egipcios no se contentaban con estas bagatelas, sino que creían verdaderamente que sus difuntos momificados pasarían al Otro Lado para morar allí eternamente, razón por la cual se les enterraba con todo su ajuar, mobiliario, mascotas y, a veces, hasta vituallas para el camino (lo que viene siendo un viático en el sentido más puro de la expresión). La momia egipcia es la momia por antonomasia; es la momia del filme de terror que desencadena horribles maldiciones y que inspira y seguirá siempre inspirando la imaginación de todo escritor (desde Teófilo Gautier hasta Enrique Jardiel Poncela). No obstante, la momia ha sufrido también los malos tratos del ignaro homo progressistus y, así, en el Renacimiento el comercio de ilustres egipcios difuntos estaba muy en boga, para la subsecuente elaboración de un valioso pigmento ocre, el marrón de momia, muy apreciado por los maestros de la época. Mark Twain, por su parte, rememora en su imprescindible Guía para viajeros inocentes, cómo la red ferroviaria del Protectorado Británico de Egipto alimentaba sus insaciables locomotoras a falta de carbón:
«- ¡Chico, deja de echarme plebeyos en la caldera! ¡Búscame algún faraón, que arden mucho mejor!»
Pero que estos tristes incidentes no nos desvíen del fondo del asunto, a saber: momia mejor que cenizas (porque el paso de momia a cenizas es perfectamente accidental).
En fin, están las momias modernas, que tienen más de extemporánea concesión a un temperamento excéntrico que a una verdadera y legítima preocupación por la Vida Eterna, como el caso de Jeremy Bentham (el caso de García-Vao obedece con milimétrica paridad, a ambas causas). Ya saben que el particular filósofo británico (Bentham, digo), pidió que se le embalsamara comme il faut y que después se exhibiese su cadáver, bien vestido y aseado, en una vitrina del University College de Londres. Ahí anda todavía. Bueno ya no anda; quiero decir que aún sigue ahí.
Y luego están, claro, las momias republicanas y populares:
Quizá porque los comunistas no reconocen la existencia del alma (les bastaría con leer a Aristóteles, que no es nada sospechoso de lefebvrista), profesan una suerte de respeto al cuerpo de las personas que aprecian y no las entregan a las llamas nada más certificarse la defunción. Muy otro asunto es que las susodichas personas sean objetivamente dignas de aprecio; como muy otro asunto es también la paradoja de que, precisamente esas personas no sólo se hicieron, a menudo, en vida acreedoras a todo género de llamas purificadoras, sino que podemos sospechar, también que, en cuerpo y en alma, pasarán toda su Eternidad en la Tostadora sin Fin. El punto al que quiero llegar es que tipos de dudosa moralidad como Lenin, Mao y Hugo Chávez, pese a su evidente falta de fe en el Más Allá y en el respeto debido al cuerpo del hombre, como templo que ha sido del Espíritu Santo, han recibido sepulturas mucho más dignas, más respetuosas y casi hasta más cristianas que la mayoría de los católicos de las últimas décadas. Sí, porque la momia de Lenin es, haciendo abstracción de toda consideración ideológica, un final mucho más digno para el cuerpo del difunto Vladimir que la urna de acero pulido en el que se amontonan las cenizas del tío Rosamundo. O, al menos, una buena parte del tío Rosamundo…
Ante la indiferencia general con que mi propuesta de restaurar la práctica del entierro vikingo (además, ya he recibido queja de la Profetisa Greta por querer arrojar basura al mar), no me atrevo a proponer la oportuna reforma del Reglamento General de Cementerios (caso de existir); me limito a reiterar, tímidamente, que me gustan las momias. Y que, como el clásico enterramiento cristiano en ataúd y en tierra hay que proscribirlo, por tradi y por facha, si hay que elegir entre urna metálica o sarcófago pintado, máscara de oro y vendas de lino, pueden Vds. quedarse con sus urnas:
«— Tía Flora, cuando mueras, ¿quieres que te enterremos en el mausoleo de la familia, junto a tu difunto marido?
—No, no; a mí me incineráis y me echáis en algún campo, que es menos lío.
—Vale, tía: pero que sepas que la momia de Chávez te precederá en el Reino de los Cielos».
G. García-Vao